OPINIONES
SINCERAS.-
Voy a citar a París. La ciudad de
los sentimientos que puede cambiar a cualquier persona. Una ciudad que puede
permanecer en el recuerdo para justificar toda una vida. La razón de estas
palabras es intentar expresar, con la
mayor desnudez de la que soy capaz hoy, porqué son las cosas como son y porqué
escribo como lo hago.
Desde hace ya muchos años mi
visión sobre la vida y sobre la existencia ha cambiado mucho.
La influencia de
otra persona que un día te fue conocida, que encontraste por el camino y que se
ha convertido en muy querida, deseada y admirada,
te cambia la vida. Hasta el punto de que puedes dejar de ser tú mismo,
transformarte en un ser diferente, que observa el mundo con matices y
sensaciones antes desconocidas. Mi abuelo Andrés decía, que en el viaje que
hacemos en la vida, entre la adolescencia y la madurez, el encuentro con el
amor y el sexo, sin separación alguna, es lo que te convierte en un adulto lúcido.
Quien no tiene esa experiencia permanece idiota durante más tiempo y en algunos
casos, lo es toda la vida.
También, cuando se produce la
ausencia repentina de una persona muy querida, que por diversas razones y
causas forma parte de ti, de tu sangre, la visión sobre la vida cambia, los
valores cambian, la supuesta realidad cambia. El medio en el que vives es
diferente y tú mismo tampoco te reconoces. Además, si dicha ausencia se refiere
a un hijo, por el que sacrificaste parte de tu vida y en el que depositaste
muchas esperanzas e ilusiones, la ausencia es aún más dura, más absurda, más
inaceptable. Nadie, absolutamente nadie, ni aquí, ni allá, debería ver morir a
un hijo y vivir, sufrir, su ausencia. Lo natural debería ser morirse al igual
que él, de modo tan inmediato y repentino, porque la vida deja de tener sentido
y recuperarla es demasiado difícil y una vez recuperada, si eso llega a
producirse, te queda una cicatriz tan profunda y tan grande que el ausente,
durante mucho tiempo, quizá todo el que te quede, no es solo tu hijo, sino tú
mismo.
En el primer caso, la
transformación es paulatina, se produce en el tiempo y un día descubres a otra
persona en ti y contigo, para lo bueno y para lo malo. En el segundo caso, el yo anterior
ha muerto, desaparecido, se ha extinguido de repente y eres otra persona
distinta que se encuentra dolorida, que arrastra un peso que no acaba de
extinguirse, que permanecerá contigo para siempre, aunque sepas bien que ese
peso pertenece a tu yo muerto, no al nuevo, al diferente, al que te ha sorprendido a ti mismo, teniendo que
esforzarte por aceptarlo, por aceptarte.
Cuando se produce la ausencia repentina
del hijo, no eres el único que cambia, también lo hacen los que están a tu
lado, la madre y esposa, la hermana o hermano y los primos cercanos, incluso los amigos,
pero…tu cambio, tu transformación, es tan poderosa que parece casi la única y
te aplasta y te ciega de tal modo que no puedes ver mucho más lejos de ti mismo.
El amor de la persona que te fue conocida, que encontraste por el camino y que
se ha convertido en muy querida, deseada y admirada, es el que te hace sobrevivir, el que
te mantiene con los pies en el suelo, el que evita que ejerzas la opción del
salto al vacío. Sin embargo, la comprensión, la proximidad, la concepción de
esa realidad de sentimientos y sentidos, no rompe sus cadenas, ya que esa otra
persona querida, amada, tiene sus propias cadenas, las suyas, que no puedes
romper. Al principio, cuando se produce la ausencia, no tienes fuerzas para
hacerlo y luego, cuando las puedes tener, el amor es tan grande que no eres capaz,
ya que sabes que, si lo hicieras, no lo soportaría, no podría vivir, se moriría
también. Entonces, aceptas lo que antes podría haber sido inaceptable y
necesitas tanto el aliento y su proximidad, que prefieres una realidad de ficción
que otra ausencia, ya que sabes bien, que no soportarías otra cosa. La vida es
sobretodo ficción, ya que la puedes ver como quieras; en sus aspectos más
terribles y en sus aspectos más bellos, íntimos. No hace falta ni tan siquiera
la piel para que el deseo por la vida sea compartido y pueda llegar a la
infinitud. Se dice que los amores más profundos no son los juveniles, sino los
viejos, los que se afianzan en la decrepitud. Esto tiene un adjetivo de tristeza,
pero del mismo modo, es el éxtasis de la vida, posiblemente.
Cuando escribo percibo varios
tipos de hermetismos. Estoy seguro de que según quien lea estas líneas las
interpretará de un modo distinto. La alusión no requiere de algo explícito a
veces, otras sí. No estoy seguro de que estas palabras deban pertenecer al segundo supuesto. Uno de los
tipos de hermetismo quizá tenga como causa mi propia inseguridad sobre la vida,
ya que la vida que he vivido, en muchos aspectos no me gusta y ahora, adulto y
en el prólogo de la vejez, no tengo energías para los cambios. Hablar de ello
solo produce dolor propio y ajeno. Algunos se darán por aludidos e interpretarán
reproches e injusticias. Mis valores no
son esos, son otros. Sobre los aspectos que sí me gustan, que son muchos,
parecen no ejercer tanta influencia. Los citas, los mencionas, pero quien debería
darse cuenta de su referencia, no lo hace. Son supuestos de hecho que se dan
por sentados. Una vida feliz, aunque sea por tiempos, por momentos, es, para
muchos, en su simplicidad, simplemente, como debe ser. La felicidad, de
existir, es instantes, nunca es algo duradero y menos aún permanente. Los
muros me parecen más altos. Aún no he perdido la convicción y la esperanza, pero
los hechos, las cosas que pasan, no tienen el mismo valor. En eso también se ha
producido un cambio, un cambio gigantesco. Antes, por ejemplo, opinaba, hablaba
para convencer, hoy escucho con curiosidad, hablo con discreción y permanezco
largos tiempos en silencio; reflexiono para huir de mí mismo e incluso de los
demás, para no sufrir y no hacer sufrir. Creo haber sido en la vida cobarde y valiente al
mismo tiempo. No me arrepiento de nada, pues hacerlo me hace los muros más
altos y la incertidumbre del futuro me obliga, así lo siento, a vivir en un
permanente presente, en un día a día de superación compleja difícil de
compartir. Lo que comento, no por tópico y ordinario, deja de ser verdad. ¿Cómo
expresar todo esto con palabras?. ¿Cómo hacer comprender a otros esta visión de
la realidad o de la ficción de la vida?. ¿Qué necesidad hay de hacer mención a todo
ello?. Me siento entonces hermético, incapaz de expresar lo que siento.
Otra de las causas del hermetismo,
es la convicción de no ser comprendido y muchas veces, ni tan siquiera leído o
escuchado. Ya sé que puede sonar todo lo que digo a justificación, pero no lo
es; al menos no lo pretendo. Intento, no sin esfuerzo, comprender las razones
de ese hermetismo, que me impide decir lo que debería decir o quizá decir lo
que no debería. Hay que tener en cuenta que, por encima de la oportunidad o no
de escribir sobre determinadas cosas, lo que si tengo sin ninguna duda, (hace
mucho más tiempo que deje de buscarle una explicación), es una necesidad
incontrolable de escribir. En realidad no es exactamente que tenga una necesidad
de comprensión, sino de atención o simplemente escribo para comprobar lo que
pienso, siento u observo. Si escribo sobre algo y nadie lo atiende o entiende o
en el caso de ser leído, nadie lo comparte, se produce en mí una sensación de
vacío, entonces, esa necesidad escritora se convierte, sin desearlo, en algo
incómodo. Al fin y al cabo, es posible que escribir tenga relación con una
voluntad de trascendencia que dentro del sin sentido del todo, no ocupe ni tan
siquiera un mínimo espacio.
Siguiendo con las causas del
hermetismo, debo de añadir dos cuestiones a tener en cuenta. Una de ellas está
relacionada con la capacidad y otra con la vergüenza. No necesariamente uno
tiene la capacidad intelectual suficiente como para expresar lo que se desea. Es
frecuente que en ocasiones pretenda decir o describir un pensamiento o situación
y que no sea capaz. En este supuesto, las palabras parecen resistirse a salir
de mí y por mucho que me esfuerce, no alcanzo la sensibilidad suficiente como
para expresar aquello que deseo. Quizá este hecho se derive también de una
formación insuficiente o de deficiencias intelectuales o incluso de alguna
enfermedad vinculada a la capacidad de expresión no curada. En otras, me
enfrento con la vergüenza. Me da vergüenza que otros, al leer mis palabras,
dentro de un marco de incomprensión o dentro de un marco de comprensión,
descubran cosas de mí que no deberían saber. Incluso, si escribo sobre ello, no
solo no genero una forma de compartir, sino desprecio, desamores, odios o
temores de otros, bien porque consideren que lo que digo se basa en una
debilidad, en prejuicios, en errores, en complejos, en mentiras, en cualquier
motivo que justifica la inoportunidad de que los demás lo puedan leer.
Finalmente, entre las causas
justificadoras de mi hermetismo, se encuentran la prudencia o más bien el miedo
y el problema de la sinceridad. Los grandes escritores, en muchos casos han
destacado, precisamente porque no han sido prudentes al escribir, no han tenido
miedo en comunicar sentimientos, opiniones y hechos y muy especialmente porque, en sus palabras,
se ha apreciado una gran sinceridad. Hay
que decir que muchos de ellos también, han sido descubiertos o reconocidos
después de muertos. Algo pueden tener que ver unas cosas con las otras o no, no
lo sé. Lo cierto es que en mi caso, aunque con los años creo ser menos
prudente, menos cobarde y más sincero, me queda mucho camino por recorrer. El día
que lo consiga es posible que mi escritura alcance un nivel diferente y genere
una influencia lectora que hoy sin duda no tiene.
Dicho lo anterior, debo añadir que
creo haber sido menos hermético en estas líneas. He estimado oportuno decir lo
que digo ya que al ver escritas algunas reflexiones, parecen hacerse más
evidentes, suprimirse interrogantes o encontrarse causas y soluciones a problemas
que de otro modo serían más difíciles de descubrir.
El tratamiento del hermetismo
tiene una directa relación con las dos cuestiones que inicialmente he expuesto:
El cambio por la influencia de la persona muy querida, deseada y admirada y el cambio por la ausencia repentina
del hijo. El reto de escribir y afrontar ambas situaciones, es lo que me ha
permitido sobrevivir hasta ahora. Aunque en mi vida diaria no lo exprese por
incompetencia o impotencia, en mi fuero más íntimo lo sé. Sin el amor y sin la
escritura, no habría sido capaz de recuperar la vida y la memoria. Ya que hay
otra cuestión importante a la que no he aludido, que es: la pérdida de memoria
ante la ausencia repentina de un hijo.
En éste asunto, voy a romper uno
de los muros de mi hermetismo y destacar que, mediante la escritura, he podido
recuperar parte de mis recuerdos. A pesar de que muchos de ellos siguen en la
oscuridad de mi cerebro, otros han acabado saliendo al exterior y he podido
recogerlos y describirlos con palabras. Esa función psicológica también la ha
desempeñado y desempeña la escritura.
Yo, desde niño, ya me vi atraído por
las palabras, escritas o leídas, pero cuando he descubierto su influencia y he
aprendido a vivir de ellas, ha sido ya maduro. Este hecho no se ha producido en
soledad, sino enmarcado en el cuadro del
amor al que he aludido, esta vez sí, y con la presencia permanente de mi hijo,
hoy ausente, pero al mismo tiempo presente cada día.
París, París no solo hoy es un
recuerdo vivo, es la representación de que por muy miserable que sea la vida,
lo que se puede vivir en ella, puede justificarla. Escribir sobre París es la cumbre de mi hermetismo, a pesar de ello, es una ciudad que cito con
frecuencia. Las imágenes de rememoración, son como un sueño, como una hermosa
película francesa que no puede alcanzar en su ficción la verdadera realidad. Es
una ciudad que me ha dado vida. He sido un protagonista en ella. Es un ejemplo de
cambio y de descubrimiento, de poesía, de belleza, de una multitud acumulada de
intimismos que se hacen indescriptibles. En este caso, por mucho que reflexiono, no soy capaz de
liberarme del hermetismo. Es tan íntimo y personal el sentimiento que no me es
aún posible compartirlo. París, París.