NOVELA
TÍTULO PRIVISIONAL.-
EL HOMBRE.
Inicio 18.11.2012.
CAPÍTULO I
Aquella noche la explosión pudo oírse
desde muchos kilómetros de distancia. Nadie imaginó que esto pudiera ocurrir.
Temblaron las paredes y cuando todo parecía haber pasado, se abrieron grietas
en el suelo y los muros de los edificios se tambalearon. Al principio la
sacudida no fue muy intensa, pero a
continuación hubo otra y luego otra y los edificios no pudieron soportarlo más,
hasta caer. Se escucharon gritos y el ruido se hizo ensordecedor. Un olor muy
fuerte se extendió por todas partes, se deslizó con rapidez por todos los
rincones y los aullidos de algunos perros indicaron que aquel olor estaba anunciando la
llegada de una gran humareda. Así fue. Las calles se cubrieron de blanco.
Costaba mucho respirar. Olía a azufre. Las llamaradas empezaron a surgir por
todas partes. Él empezó a correr. Había que evitar el fuego cuando aparecía de
modo inesperado. Era muy difícil orientarse y con frecuencia tropezó con
cascotes y escombros; saltó desorientado entre los coches destrozados. Las
calles solo se intuían, no se podían ver. Pasó junto a personas que pedían
auxilio, estaban esparcidas por los suelos, ocultas, temerosas. Todo esto no sé lo que duró. Le pareció una
eternidad. Empezó a llover y en unos minutos la escombrera se transformó en un
lodazal. Las tinieblas se disiparon poco
a poco y pudo empezar a ver la ciudad con más claridad. Pensó que todo se había
acabado, pero no fue así. Entre aquellas tinieblas acuosas ella apareció, dio
unos pasos y estuvo a punto de caer. Él pudo llegar exhausto hasta ella justo a
tiempo. La sujetó. No sabía cómo, pero la había encontrado. Se abrazaron con efusión
y se besaron. La lluvia caía con insistencia, el barro marcaba los brazos
desnudos de él. Se miraron con gran ternura, el pelo mojado la hacía aún más
hermosa; formaba rizos negros en su cara pálida y manchada. A continuación ella
dijo:
-
Lo
hemos conseguido… gracias a ti.
Sus labios se aproximaron con
lentitud hasta fundirse, sus cuerpos estilizados y húmedos, azotados por la
lluvia que se derramaba sobre ellos, formaron un figura brillante y
semidesnuda; era una escena emocionante entre aquella desolación. Se miraron
con pasión y de inmediato el abrazo se hizo aún más intenso. La rasgada camisa
de ella marcó la sinuosidad de su cuerpo y dejó traslucir, a través de la tela empapada,
unos senos voluptuosos y sensuales. Él volvió a besarla una y otra vez. La cámara
se aproximó con lentitud. Se pudo ver un primer plano de los ojos cerrados del
protagonista, en los que traslucía la intensidad del momento. Cubrieron toda la
pantalla. A continuación los abrió y su mirada se hizo indefinida, expresaron
lo que estaba pensando, esa mirada daba a entender que no solo había salido
victorioso ante el enemigo, sino que también tenía en sus brazos a la heroína.
En la pantalla, acompañada de una
música vibrante, aparecieron las palabras que se estaban esperando: THE END.
Empezaron a salir los créditos y sin
que el público esperase mucho, se encendieron las luces de la sala y todo el
mundo fue incorporándose de los asientos para tomar la salida del cine.
No había mucha gente, pero sí un
número suficiente para que tuviese que esperar hasta tomar el pasillo central entre
las butacas. Cuando salió al exterior
corría un viento frío que le azotó las mejillas. Se colocó con rapidez la
bufanda y el abrigo. Aquella película la había visto varias veces. La victoria
del amor por encima de todas las demás cosas; siempre le había cautivado.
Aunque conocía al detalle el final, siempre lo esperaba con algo de
nerviosismo. Esos besos. Ese abrazo. Parecían recordarle otros tiempos activos
ya muy olvidados.
De camino a casa pensó que nadie le estaría esperando. Bajó por la calle
Princesa hasta alcanzar la entrada de la estación de metro de la Plaza de
España. El frío era cortante. Al descender las escaleras de acceso, agradeció
el cambio de temperatura, incluso el olor rancio de los subterráneos. Aquel mes de diciembre estaba siendo muy invernal
en Madrid. El trayecto no fue muy largo y en pocos minutos ya caminaba por la
calle Goya. Vio de nuevo el bar en la esquina de la calle Claudio Coello. Hacía mucho tiempo que no bebía. Se trataba de un local viejo y sencillo. En el
escaparate de cristal que lo anunciaba figuraba el nombre con letras de colores
azules y rojas, –Casa Julián-. Dudó unos instantes, finalmente decidió tomarse
una copa antes de subir a casa y entró. La puerta chirrió ligeramente al
abrirse y se cerró con un ligero golpe tras emitir un sonido metálico. El olor
del bar le trajo a la cabeza algunos recuerdos.
Meses más tarde…
Él no tenía amigos. Eso decía. Lo
repetía con cierta insistencia cuando se le presentaba la oportunidad; que era
con frecuencia. Los fines de semana, en el bar de la calle Claudio Coello, bajo
el influjo de varias copas de orujo seco. Entonces, cuando bebía, tenía más
verbo. En ocasiones se excedía tanto que, efectivamente, todos sabíamos que
podía ser cierto, que no debía tener más amigos que nosotros y nosotros, no
éramos sus verdaderos amigos, solo conocidos de bar. Cuando bebía se comportaba
de un modo iracundo, sufría una peculiar transformación y se convertía en alguien
tan insistente y obsesivo que resultaba algo canalla. Por el contrario, durante
el curso de la semana era otra persona. Si alguien lo conocía durante una de esas veladas nocturnas de los
sábados, no lo podía reconocer luego a la mañana de un lunes.
Durante esas noches, cuando la
penumbra del humo y los olores ya le habían saturado la mente, salía con pasos
muy inseguros por la puerta. Antes, se acercaba hasta el perchero, utilizaba
mucho tiempo para ponerse el abrigo y después de colocarse el último botón,
tras una lucha de imprecisión larga y difícil, juntaba como podía los pies,
agachaba la cabeza, levantaba uno de sus brazos con la mano bien abierta y se
despedía de todos; por una parte, las imágenes que podía ver en ese estado eran
temblorosas, por otra, nos reconocía, sabía bien que éramos nosotros; ninguno
le respondía con entusiasmo. En alguna ocasión solo una mirada o un breve gesto
era nuestra despedida. Yo, por el contrario, me quedaba mirándole a los ojos y
él respondía con su mirada. Percibía una ligera sonrisa en sus labios pero nada
más. No añadía ningún gesto. Le observaba. Desde el primer día sabía que tenía
que ser él. No estaba seguro. Tenía que comprobarlo. Por entonces consideré que
lo mejor era limitarme a analizar su comportamiento.
No hacía mucho tiempo que yo vivía en Madrid.
Había tomado la costumbre de acudir a aquel local, llevado por los pocos datos de los que
disponía. La primera ocasión en que me
fijé en él, durante el tiempo de la
partida de mus, no pude dejar de mirarle. Supe que podía haberlo encontrado. ¿Sería
él?. ¡Al final había aparecido!. Me dije. Sin embargo tenía que confirmarlo. No
debía equivocarme. Mis compañeros se enfadaron conmigo. No estaba atendiendo el
juego. Nunca me gusto ese tiempo perdido en una mesa con las cartas en las
manos. Tan solo empecé a frecuentar ese bar y a compartir los órdagos y los
pares, por hacer amistades que me fueran útiles en mi búsqueda y sobre todo,
porque la información que tenía me había llevado hasta allí. Ya estaba cansado
de esperar, de esperar verle aparecer y cuando eso ocurrió me sorprendí, creía
que iba a ser más sociable, más comunicativo. Por eso me llamó la atención su
comentario: -¡Yo no tengo amigos!, ¡Nadie los tiene!. ¡Es mentira quien dice
tenerlos!. ¡Este mundo es un mundo de mentirosos!. Dijo de modo repentino una
de aquellas noches. Se lo decía a Julián, al dueño del bar. Parecían conocerse.
También a mi me resultó conocido. Los datos coincidían. Su aspecto, la forma de
comportarse que tenía, todo parecía
coincidir. El consejo era que no diese
ningún paso hasta estar seguro. Dudé, no me atreví a abordarle para hablar con
él. Se parecía tanto a la descripción de la que disponía…, pero al mismo tiempo
era tan diferente. Me había imaginado que sería de otro modo, sin embargo,
desde el primer día que le vi, por algún motivo, algo me indicó que podía ser
él. Tenía que serlo. La obsesión me invadió. No dejé de mirarle. Tampoco
deseaba llamar su atención. Si, se trataba de la persona que buscaba, no podía
equivocarme. Tendría posiblemente una sola oportunidad para confirmarlo.
Además, ¿Cómo podía ser posible?. Al principio le busqué por todas partes sin
resultado. Intenté durante meses dirigir mi búsqueda en otras direcciones; las
librerías, las tiendas de antigüedades. Me habían informado sobre el barrio que
transitaba, también sabía que era muy educado, extremadamente educado. Pregunté
en un lugar y en otro. Nadie pudo darme ningún dato exacto. Yo lo describía.
Disponía de una foto muy vieja, sacada del desván de la casa en Luarca, que
estaba en mal estado. Con esa foto era difícil identificarle, pero era lo único
que tenía. La gente la miraba y negaba. La información más fiable era ese bar. Ese
lugar lo había frecuentado durante algún tiempo. Nada más. De modo repentino
apareció. En un principio creí que a lo mejor era él quien me había encontrado
a mí, que disimulaba, haciéndome creer su desinterés por mi presencia. Luego me
convencí de que la fortuna nos había hecho coincidir finalmente y más tarde,
simplemente, pensé que me estaba equivocando, que todas esas reflexiones eran
una gran equivocación. Muchas cosas tenía yo en la cabeza y estaba muy
desorientado. Cuando acudí a Madrid, lo había hecho precisamente para
encontrarle. Pasados los primeros meses desistí. Pase semanas paralizado, sin
saber qué hacer. Madrid podía llegar a ser una ciudad inhóspita, violenta,
inmensa, superpoblada; un lugar imposible para encontrar a alguien. Busqué y
desistí. Así volví a hacerlo en varias ocasiones. Un día se deslizó por la
puerta y me sentí diferente. Estuvo un buen rato hablando con el dueño.
-¿Quién es?. Le pregunté a Julián
cuando se acercó a mi mesa.
- Es un tipo curioso. Antes venía
aquí con frecuencia. Hacía mucho tiempo que no le veía. Está algo más viejo. Contestó
mientras levantaba sus grandes cejas oscuras y pobladas. Los ojos, que siempre
tenía enrojecidos, parecieron abombarse un poco más de lo habitual y los
mofletes de su cara tomaron una tonalidad anaranjada para decirme: Hace años apareció por la puerta con esa buena facha.
Vive cerca de aquí. En la calle Serrano. Es viudo y al parecer, catedrático en la universidad complutense.
-¿Si?. Respondí algo perplejo. Esa
información no coincidía con la que yo tenía.
- ¡Es un filósofo!. ¡Escribe mucho!. Añadió
con efusión mientras limpiaba sus manos
húmedas en el delantal verde oscuro que llevaba puesto, el cual le cubría una
prominente barriga. Este último comentario me dejó más tranquilo. El hombre que
yo buscaba tenía ese perfil. Era un filósofo. Eso me comentó mi padre. A
continuación dijo con un tono de admiración: Solo acudía al bar las noches de
los sábados. Creo que vive solo. Siempre lleva consigo libros. No uno, sino
varios. Más de una vez se olvidaba alguno de ellos y volvía el lunes a recogerlo.
Sonrió para quitarle importancia a ese hecho. Me enseñó sus enormes dientes,
algo amarillentos y protegidos por la barba del día sin afeitar. Es bastante
despistado. Añadió. Cuando venía algunos lunes y entraba en el bar, con ese traje tan bien cortado, los zapatos
brillantes y el bigote blanco, parecía un ministro. Pedía educadamente su libro
y se marchaba. Recuerdo que el día que entró en el local la
primera vez, ya de noche, se pasó un
buen rato en la barra canturreando cancioncillas para sí mismo. Debió de
tomarse seis o siete copas largas. Le pregunté porque lo hacía. No es que molestase
a nadie, ya que cantaba en un tono muy discreto. Me contestó que emulaba a una
mujer. Levantó un poco la cabeza y mirándome a los ojos me dijo: La mujer más
hermosa que usted pueda imaginarse. ¿Qué le parece?. ¡Es un tío simpático!.
Al escuchar esto, pensé en lo
tolerante que era Julián y en esa costumbre que parecía tener de justificar siempre a todo el mundo, hiciese lo
que hiciese. Con la cantidad de borrachos que acudían a ese bar, nunca le había
escuchado a él una palabra más alta que otra y menos aún había pretendido echar
a nadie de allí. Soportaba estoicamente cualquier acontecimiento por muy
desagradable que fuese, con tal de mantener las cosas en paz. La información
que me había dado cada vez se aproximaba más a la que yo tenía.
- Ya. Dije. ¿Cómo se llama?. Insistí.
- No lo sé en realidad. Nunca se lo
he preguntado. Julián lo miro de reojo, con disimulo, mientras limpiaba con un
trapo la mesa contigua. Se acercó de nuevo a mí, se agachó y murmuró echándome
un aliento con olor a pescado frito:
- Una vez habló por el móvil y me
pareció entender que su nombre es Godot o algo parecido. Al escuchar ese nombre
di un ligero salto en el asiento y mi corazón empezó a latir con mayor rapidez.
¡Godot!. Dije para mis adentros.
- ¿No es un nombre algo raro?. Dijo
de nuevo Julián. Puede ser que se refiriese a otra persona. Dudó. Por la
conversación que pude escuchar aquel día, deduje que ese podía ser su nombre,
ya le digo, Godot. Aunque no lo parezca es un tipo muy agradable. Muchas veces,
cuando venía habitualmente, era el primer cliente cuando abría el bar. Me
saludaba y se colocaba en el mismo sitio. Le servía lo de siempre, orujo seco y
mientras colocaba las cosas me contaba historias muy divertidas. Julián
chasqueo con la lengua, hizo una pausa y añadió: Luego…perdía la noción del
tiempo y se emborrachaba. Giró la cabeza para echarle una mirada furtiva y se
agachó de nuevo a mi lado: – Es muy inteligente ¿Sabe?. Quizá por eso sea tan
infeliz. Por cierto, me acaba de pedir un orujo seco. Veo que mantiene la costumbre.
Un día desapareció y no le volví a ver hasta hoy. Cuando ha entrado de nuevo
por la puerta me he alegrado volver a
verle.
- ¡Godot!. Volví a repetir. Ese
nombre era el que me habían dicho. ¡¿Como podía estar ocurriendo esto?!. Ese
era el hombre que buscaba. Tenía un nombre extraño; precisamente por eso, la
coincidencia tenía mayor valor, más significado. ¡Entonces, era cierto!. Mi
decisión de acudir a Madrid pareció una locura, todos me lo dijeron. No me
atreví a informarles sobre mis verdaderos motivos. Si lo hubiese hecho habrían
pensado que estaba más loco aún. ¡El destino empezaba a cumplirse!.
Durante varios sábados, cuando yo llegaba
al bar él ya estaba allí. Al parecer había retomado la costumbre. Mi escusa era
jugar la partida, pero permanecía expectante y observaba cada detalle de su
comportamiento. Siempre hacía lo mismo. Seguía solo. No hablaba con nadie,
salvo con Julián en alguna ocasión. Permanecía
aparentemente indiferente y cuando lo creía oportuno, realizaba la misma
operación de despedida. Poco a poco empecé a valorar la oportunidad de
comunicarme con él. Al verle por primera vez tuve temor, esa timidez que te aconseja ser
prudente. Un día, ese miedo extraño desapareció bruscamente. Sabía que debía
esperar, eso me habían dicho, llegaría el momento oportuno de hacerlo, cuando recibiese
la señal. Algo concreto, pero
desconocido aún, me lo indicaría. Me limitaba a mirarle con disimulo y no
cruzaba ninguna palabra con él, sin embargo me encontraba tan pendiente de lo
que hacía que en ocasiones mis compañeros de mesa me decían con despecho:
-¡Estás en las nubes!. Yo sonreía y no le daba importancia alguna. Él, siempre a
la misma hora, tomaba la decisión de marchar. Yo observaba el movimiento de sus
dedos al ponerse el abrigo, los gestos y esa despedida ritual y firme que
repetía cada sábado antes de tomar la puerta de la calle para salir del local.
La forma de gesticular, su discreción y la mesura en cualquier cosa que hacía;
lejos de resultarme indiferente, me llamaba mucho la atención. Me atraía
hipnóticamente.
Los días de la semana, hasta que
llegaba de nuevo el sábado, eran una
eternidad. Contaba las horas y tenía que hacer frecuentemente esfuerzos por
concentrarme en el trabajo, no puedo
definir la angustia que me embargaba. Ante cualquier oportunidad buscaba en
internet, en la hemeroteca del periódico, en los registros….Por las noches
tenía sueños extraños y me despertaba sudoroso, nervioso, sin recordar lo que
me acababa de pasar. Sin embargo sabía que todo aquello me pasaba por él. Por
haberle encontrado. Deseaba que el lunes, el martes y el resto de los días de
la semana pasarán y cuando llegaba el viernes, estaba exultante, deseoso de
acudir a –Casa Julián- para volver a
verle.
Uno de esos sábados no apareció y la
angustia me embargó profundamente. Cuando entré en el bar no estaba y su
ausencia me sorprendió. Al poco tiempo la sorpresa se transformó en
preocupación y cuando me quise dar cuenta, estaba muy inquieto; entonces pensé:
¡Que absurdo!. ¡Es muy probable que no sea él!. Sin embargo coincidían
demasiadas cosas, eran muchas las coincidencias. Pero…, por otra parte, si en
realidad lo era, podía haberme reconocido. Todo el mundo decía que yo me
parecía muchísimo a mi padre y era verdad. ¿Por qué no se había dirigido a mí?, ¡Me lo
habría dicho…!. No pude seguir jugando al mus aquel día y me mantuve allí sentado. Dije a
mis compañeros que no me apetecía continuar sin dar una razón concreta y estuve
dando vueltas y vueltas a su ausencia mientras permanecía meditabundo junto a la mesa, mi comportamiento fue
bastante estúpido.
Después de un tiempo pregunté a Julián
si sabía algo de él y me contestó que aquel sábado había acudido al local a
primera hora de la mañana, se había tomado un café y le había anunciado que se marchaba
del barrio. Había vendido, más bien malvendido, según él, su casa de la calle
Serrano.
-
Vivía
en una buena casa. Dijo Julián. Grande, aunque vieja. Hizo una mueca
comprensiva al hacer esa afirmación. Ese hombre había vivido allí desde hacía
tiempo y llevaba años queriendo desprenderse de ella. Eso le había dicho. Confirmó Julián como si
dictara una sentencia.
-
¿No
le dijo nada más?. Pregunté.
-
Me
sorprendió que me comentase eso. Respondió.
-
¿Porqué?.
-
¡Yo
en realidad no le conozco!. ¡Solo viene al bar de vez en cuando, nada más!. Los
sábados, vamos. Añadió mientras hacía una mueca de disgusto. Hizo una pausa e
insistió: La primera vez que hablé con él fue hace…., meditó antes de
continuar,… un año, más o menos. Yo he vivido siempre aquí. Debería haberle
conocido mucho más y desde hace mucho más tiempo. Aquí, en el barrio, nos
conocemos casi todos. Hizo otra pausa y añadió: Haber sabido más de él. ¡Aquí
conozco a todo el mundo!. ¡Siempre presumo de ello!. No he sabido que era un
viejo vecino del barrio hasta que se despidió. Hablaba conmigo, si, hablaba,
pero siempre pensé que el bar le cogía de paso, luego me habló de su casa y
todo eso. Así es la vida. Al hacer esa afirmación Julián sonrió sarcástico; ese
hecho parecía molestarle. Carraspeó dos veces, sacó un pañuelo del bolsillo y
se sonó profusamente la nariz. Nuevamente tomó la palabra y me contó el
contenido de la última conversación que mantuvieron:
-
Ése
hombre me dijo que su casa era demasiado grande para él. Eso dijo. Repitió. Julián
hizo de nuevo otra pausa, levantó las cejas ante mí inclinándose un poco hacia
atrás, se estiró y colocó sus manos sobre el delantal para añadir a
continuación: Opinaba que un cambio no le vendría mal. Cuando dijo eso me miró
con algo de tristeza y me comentó: Ahora ya vivo solo y mis necesidades son
pocas. Solo necesito espacio para la cama, los libros y poco más. En otros
tiempos no tuve ni eso. Julián sonrió otra vez para expresar su comprensión por
aquellas palabras. Como la explicación resultaba algo larga, cogió una silla y tomó
asiento a mi lado y tras carraspear de
nuevo continuó con sigilo mientras bajaba el tono de voz:
-
Su despedida fue
extraña.
-
¿Extraña?. ¿Qué
quiere decir?. Pregunté.
-
¿Sabe usted que
esta semana se ha producido un incendio en la siguiente manzana?.
-
No, no tenía
idea.
-
Pues sí.
Precisamente en una finca cuyas casas son muy grandes. El edificio no se puede
ver desde aquí porque está justo detrás de la fachada de enfrente. Usted no se
ha enterado porque esto ha sucedido durante la semana y solo viene aquí el
sábado. Julián volvió a carraspear. ¿No le parece una coincidencia?. Miró hacía
el techo y movió la cabeza. Menudo jaleo que formó. Vinieron los bomberos, la
policía, incluso algunas ambulancias. Hubo algunos heridos. Los vecinos eran en
su mayoría viejos y salieron mal parados. Yo conozco a casi todos y aún siguen
en el hospital. No se saben las causas del incendio y ha habido muchas
especulaciones.
-
Vaya sorpresa.
Dije de un modo algo estúpido. Julián volvió a mirarme. En ésta ocasión con
algo de indiferencia y decidió continuar su relato:
-
Godot me hizo un
comentario que no tenía sentido. Además, no sé porque mi lo hizo a mí
precisamente. No entendí lo que quería decir. Julián se quedó en silencio.
-
¿Qué le dijo?.
Volví a preguntar con curiosidad. Antes de contestar miró hacia ambos lados, como si comprobase que
nadie nos podía escuchar y me explicó:
-
Cuando hablé con
él no pude evitar el afirmar: Es una
pena que se marche de éste barrio. Es tranquilo y no se vive mal. Ante mis
palabras me contestó de un modo seco, como si le hubiese incomodado:
-
Las cosas no son
lo que parecen. Tengo que marcharme.
-
Pero…¿Por qué se
marcha?. Insistí.
-
Tengo que
hacerlo. Ya no estoy seguro aquí. Contestó.
-
¿Seguro?. Dije
perplejo.
-
Si, necesito
marcharme. No tengo otra opción.
-
No le entiendo.
-
Hay poco que
entender y si se lo explicase pensaría que estoy loco.
-
…
-
…
-
Entonces…¿No le
veré más por aquí?. Volví a preguntarle. Él dudó antes de responderme y
cambiando repentinamente su tono de voz, me dijo sonriendo:
-
¡Si hombre!. ¡Estaré
cerca!. Me traslado a la calle Mayor, pero no se lo diga a cualquiera, prefiero
seguir mi vida discreta. Ya sé que puedo confiar en usted y además, pasaré por
aquí para hacerle alguna visita. Siempre que las circunstancias me lo permitan,
claro. Julián se quedó en silencio unos segundos, me miró a los ojos algo
ofuscado y me dijo: ¡Me estaba tomando el pelo!. ¿Qué le parece?. Además, no
volverá por aquí, seguro. ¡Como si eso fuera cierto!. ¡Un cliente menos!. ¡Qué
le vamos a hacer!. ¿Qué habrá hecho?. Cuando se huye hay algo que ocultar ¿No
le parece?. Así concluyó la despedida. Confirmó
Julián mientras se levantaba enfurruñado. Caminó hasta la barra. Se enfrascó en la colocación de unos vasos olvidándose de mí
mientras decía para sí mismo: Confiar en mí, confiar en mí. Será necio el tío.
Qué cosas pasan…
No llegué a entender muy bien las
razones por las que a Julián le había desagradado tanto la despedida de Godot. El
siniestro al que me había hecho mención, de algún modo, ratificaba el consejo
de prudencia que me había dado mi padre. En todo caso, Julián me había
proporcionado una información importante: A parecer su nuevo domicilio se
encontraba en la calle Mayor y estaba huyendo de algo o de alguien.
Cuando me marché del bar aquella
noche me encontraba inquieto y con una sensación extraña. Por mi cabeza pasaba una y otra vez la imagen
de aquel hombre de complexión delgada huyendo entre las llamas. Tendría unos setenta
años de edad aunque caminaba muy estirado y con pasos firmes. Sus manos eran
grandes y fuertes y desde el primer día que le vi me fije en sus ojos, de un
color negro muy vivo, lo que le daba un aspecto algo siniestro, si cabe, al
contrastar con las canas de su pelo, ya algo escaso. Su descripción física
coincidía. Mi padre, con la discreción que le caracterizaba, me la repitió en
varias ocasiones.
Julián también me había dicho que
–ahora ya vivía solo-. Le pregunté si sabía la dirección exacta, la buscó en un
bolsillo, saco un papel arrugado donde la había anotado y me la proporcionó. Cuando
mantuvieron aquella conversación y antes de marchar, Godot le había ofrecido su nueva casa, como una muestra más de sus
buenas maneras, comportamiento sorprendente si la causa de su marcha, tal y
como había dicho, era ocultarse de algún modo. Julián
añadió:
-
Me
pidió que le despidiera de usted.
-
¿De
mí?. Contesté.
-
Sí,
me preguntó sus datos. ¿Qué le parece?. Solo supe decirle que sabía su nombre,
nada más. Tantos años detrás de esta barra y solo sé el nombre de la gente. Si
me preguntan por su apellido no sé qué contestar. ¿Porqué serán las cosas así?.
Arrugó la frente y se quedó mirando el suelo cabizbajo.
-
¿No
le dijo nada más?.
-
Nada
más, solo preguntó sus datos, ya le digo. ¡Joder!, y no supe decirle nada más
que su nombre. Repitió y movió la cabeza de lado a lado, sin dejar de observar
el suelo. Era evidente que Godot había producido en Julián un efecto
particular.
-
…
-
…
¿Porqué se había interesado por mí?. Me
pregunté. Por una parte ese hecho me satisfizo, por otra, me preocupó. ¡Se fijó
en mí!. Entonces, ¿Por qué no había dado el primer paso para provocar una
conversación conmigo?. Era tan temeroso como me habían dicho. Un hombre con
tanto valor y al mismo tiempo, tan temeroso. ¿Será que los años cambian a las
personas?. ¿Tanto podía haber cambiado?. Yo no sabía qué hacer. Era evidente
que él deseaba que supiera a donde se
había ido. Decidí acercarme a la calle Mayor a la primera oportunidad que tuviera
con la intención de localizarle. Debía encontrar alguna excusa para poder tener contacto con él.