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martes, 2 de julio de 2019

EL VIEJO DEL PARQUE ¿UN HECHO REAL?

EL VIEJO DEL PARQUE ¿UN HECHO REAL? Era viejo y arrugado. Caminaba despacio, con pisadas cortas y algo inclinado hacia delante. A veces, se sentaba en un banco del parque y permanecía mucho tiempo con la mirada fija en algo. Miraba mientras sus ojos azules y claros, se mantenían en esa observación hacia un infinito indeterminado, que tenía algo de absurdo, de lejano y de extraño. Entonces, justo en esos instantes, todo debía desaparecer de su mundo y se trasladaba a otro lugar lejano, en el que la vejez no existía, como tampoco el dolor ni el sufrimiento, el viejo relajaba la cara y extendía una amplia sonrisa, por la que sabías que había llegado hasta allí, a ese lugar que solo debía de estar en su imaginación o que pertenecía al pasado, al suyo y en el que él se sentía libre y sin límites para correr, moverse y pensar, con plenas facultades y energía. Lo supe por casualidad. Algunos días acudía al parque para hacer ejercicio o simplemente, con un libro en las manos, para leer tranquilo bajo la sombra de un olmo o de un plátano, mientras los olores del boj o de alguna rosaleda, se movían con la brisa fresca de la mañana. En ocasiones, el parque era un lugar frío, con nieve que alcanzaba hasta el estanque y no se podía casi caminar, sin embargo, el viejo siempre solía estar allí, bien dando pasos lentos por las pequeñas callejuelas y paseos que lo recorrían o sentado en un banco de madera, con esa mirada fija, con la que parecía en realidad, no mirar a ninguna parte, pero que le trasladaba hasta ese mundo libre, donde podía hacer lo que quisiera. Una de esas mañanas; entonces era primavera; le vi una vez más allí sentado. No solía cambiar mucho de lugar. Cómo mucho, elegía uno u otro de los bancos que había distribuidos bajo las sombras, en el recorrido que ascendía desde la plaza hasta el estanque. Me acerqué hasta el banco donde estaba y me senté a su lado. No me fue difícil iniciar una conversación con él, sin embargo, desde el principio, hubo algo extraño, diferente, que por una parte me aproximaba mucho hacía él y por otra, me alejaba inexorablemente de su presencia. Me contó, con una voz quebrada y grave, que había vivido en Cuba y viajado en barcos mercantes durante años. Mientras hablaba no se dirigía hacia mí y mantenía impertérrito su mirada dirigida hacía ese vacío aparentemente distante. Sus ojos azules y claros no miraban en verdad, más bien veían en una profundidad volátil, pero muy definida, las imágenes que él quería en cada momento; aunque, en ocasiones, no era así, en general mantenía una amplia sonrisa, con la que mostraba su satisfacción por poder observar lo que quería y rechazar, en la mayor parte de los casos, lo que no deseaba. Así me lo contó, pasado algún tiempo, no exento de cierto entusiasmo, pero sobretodo, dotado de gran convicción, para con inmediatez volver a esa especie de estado catatónico y único que le alejaba del todo. Me dijo que estaba casado y que tenía un hijo mayor que ya vivía por su cuenta. En un momento de especial lucidez destacó que la vejez le impedía ser él mismo, eso decía y entonces le pregunté el motivo por el que realizada ese comentario. Sus palabras salieron de su boca con una fluidez fuera de lo común y de una manera delicada, pero firme, me comentó que desde hacía algún tiempo había dejado de ser él mismo, que sus recuerdos no eran los suyos, que sus deseos eran los de otra persona para él desconocida, que la vejez, en suma, había mutado sus sentidos y sus deseos. Le había costado mucho aceptar esta nueva situación, pero, desde el día en el que descubrió que con su mirada podía ver lo que quisiera, fuese cual fuese el tiempo, su vida había cambiado. Incrédulo y desconfiado, me atreví a afirmar que lo que me contaba no podía ser así, sino que tan solo se trataría de una visión personal, que le hacía percibir las cosas de otra manera. Él no me contestó y se quedó en silencio hasta que me marché. Al día siguiente, cuando acudí al parque, volví a verle sentado de nuevo en un banco, pero en esta ocasión, bajo la sombra de un sauce, cerca del estanque. Me acerqué para sentarme a su lado. Al saludarle, no me reconoció. Le dije que había estado hablando con él durante el día anterior y volvió a insistir en que no lo recordaba. Sin darle mucha importancia, una vez más, entablamos conversación, me comentó que tuvo que marchar de Cuba y que navegó durante muchos años en barcos mercantes por el océano atlántico, el índico y el pacífico. Añadió que no hizo tantos viajes por el mar mediterráneo, aunque, casualmente, la mayor y más gigantesca tormenta que sufrió durante su experiencia marinera, fue precisamente en el mar mediterráneo, en el mar más sosegado y tranquilo. Ese hecho lo atribuyó a la conjunción extraña y casi inexplicable, de la aparición inesperada de los vientos aliseos, contraliseos y circumpolares, que, según él, por motivos desconocidos, fueron a reunirse en el punto exacto por el que el barco donde navegaba se encontraba en ese instante, justo en el centro geográfico entre las profundidades, la luna llena, la costa africana y las orillas de la península de Italia. Ante tal cúmulo de coincidencias y acontecimientos, me atreví a expresar discretamente mi incredulidad. Él no contestó y volvió a quedarse en silencio hasta que me marché. La siguiente semana el tiempo fue muy inestable, llovió mucho y hubo días muy ventosos, por lo que no acudí al parque hasta el lunes siguiente, en el que la mañana era templada y agradable. Subí por el paseo y no encontré a aquel viejo sentado en ninguno de los bancos, llegué al estanque y después de hacer un recorrido para circundarlo, seguí sin encontrarlo. Finalmente opté por buscar un lugar en sombra y tranquilo para continuar la lectura que estaba haciendo desde unos días atrás de la novela Rayuela, de Julio Cortazar. Cuando abrí el libro y separé el marcador que tenía dispuesto en él. Escuché una voz quebrada y grave a mi lado y con cierta sorpresa me giré para saber de quien se trataba. Era el viejo, que se había sentado en el otro extremo del banco y que me daba los buenos días. Le contesté el saludo y me quedé mirándole sin disimulo, también con mucha curiosidad. Él no estaba en absoluto pendiente de mí. Allí sentado miraba otra vez, con esos penetrantes ojos azules, hacía una distancia indefinida. Ni tan siquiera los reflejos del agua, provenientes del estanque, le desconcentraban. Sonreía de vez en cuando, hacía una mueca relajada y feliz, para volver a mantenerse serio y expresar quizá, cierta ansia o angustia, quedando a la espera del acontecimiento siguiente. Yo no sabía qué hacer, si interrumpir sus meditaciones y extrañas observaciones o permanecer sin decir nada y sumido en la lectura. Finalmente no lo pude evitar. Me presenté haciendo referencia a nuestro pasado encuentro, pero él no lo recordaba y dijo con seguridad que no me conocía. Decidí no darle importancia a ese hecho e inicié con él una conversación en la que me contó, que huyó de Cuba con la familia, perseguido por la Policía Nacional Revolucionaria, sin bienes, ni riquezas. Dijo que echaba de menos aquellas playas y las fiestas. Comentó, otra vez, que había navegado muchos años en barcos mercantes, en especial en el Océano índico, donde tuvo que luchar contra los piratas y algunos negreros, que aún en el siglo XX, según él, existían. Destacó que en una ocasión, conoció a un hombre negro más alto de tres metros, cuyos pies eran tan grandes, que con ellos podía aplastar a los jabalíes, así como a otros marranos de diversa índole y naturaleza, ganadería bovina y diversos cuadrúpedos lanares y esquivos. Tras una breve pausa, añadió que también podía con esos pies represar arroyos o cavar profundos pozos, pero que, por cualquier cosa y sin aparente motivo, no lo podía evitar y rompía a llorar. Me quedé perplejo después de escuchar aquellas palabras, supe al instante, equivocadamente, que aquel viejo, una vez más, se mofaba de mí y no supe que decir. Un silencio largo se produjo entre nosotros, mientras él seguía manteniendo fija su mirada en ese infinito irreconocible para mí. De nuevo, de modo imprevisto y aun manteniendo su misma posición, me preguntó qué opinaba sobre todo aquello y no me atreví a responder que no me parecía cierto, que era un cuento chino lo que me había contado, así que, opte por no decir nada. Ante la falta de contestación por mi parte, añadió, que en la distancia, en ese mundo libre y hermoso que podía ver de vez en cuando, solo sobrevivían los jóvenes de espíritu y que en él no podían entrar los ignorantes. Decidí intentar iniciar de nuevo mi lectura, volví a tomar con una mano el marcador y abrí el libro. Entonces, el viejo, dijo con un tono de voz más elevado, que la memoria, los recuerdos, no se podían distinguir de la imaginación y que cuando se es viejo, lo imaginado y lo real deben caminar juntos, ya que de lo contrario, los viejos son solo eso, viejos, seres sin futuro y sin pasado, que a nadie interesan. Estuve a punto de intervenir, de comentarle que la vejez era un período de la vida de gran interés y otras muchas cosas, pero al sentir, como sentía, que aquel viejo no hablaba para mí, sino para sí mismo, cerré de nuevo el libro, me despedí y me marché. Al día siguiente, caminaba tranquilo de nuevo por el parque, era un poco más temprano y una brisa ligera refrescaba el ambiente. Hice un recorrido largo junto al arce japonés, el abedul, el naranjo de los Osage y el podocarpo, hasta que, una vez había dejado atrás una hermosa haya y una araucaria, me paré justo al pie de la secuoya gigante, donde había un banco de madera. Me senté con el libro entre las manos, ya me quedaban solo las últimas páginas intercaladas de Reyuela por leer. Estuve allí, inmerso en la lectura y cuando terminé el libro y al tiempo que lo cerraba con el marcador en la mano, con una especial sensación placentera, comprobé que a mi lado izquierdo, se encontraba el viejo. Casi di un respingo y algo inquieto me quedé observándole sin decir nada. Él estaba en su posición habitual, con la mirada dirigida a ese infinito imaginario en el que se sentía libre y me costó interrumpirle de esa meditación alegre en la que se encontraba, a la vista de la sonrisa que tenía y que mantenía durante largo rato. Al final le salude y antes de que pudiera hacer referencia alguna a nuestros encuentros anteriores, él levantó una mano para dar mayor importancia a lo que iba a decir y con gran seguridad y convencimiento dijo, que no lo recordaba, que no volviese a insistir, sin duda que no nos conocíamos. ¡Qué situación más absurda!. Pensé y a continuación le comenté, algo temeroso, que no le había preguntado nada aún y que no entendía muy bien sus palabras. Él no me contestó. Esperó unos instantes y luego dijo que parte de su familia había muerto en Cuba, pero que él, en realidad, no era cubano, sino gallego. Destacó que su padre había nacido en A Coruña y su madre era de Ponce Maceira, una preciosa aldea que se encuentra a orillas del río Tambre, en la Comarca de Compostela. Hizo una pausa y cuando lo estimo oportuno añadió que, sus ancestros provenían de muy lejos, Baviera, de las tierras alemanas, pero que, sin embargo, él se sentía gallego. Luego, otra vez, insistió que durante muchos años había navegado en barcos mercantes y dijo que, en uno de aquellos viajes, conoció al hijo del gobernador de Liberia. Al parecer, según comentó, Liberia, es un país que se fundó por ciudadanos de los Estados Unidos, como colonia para esclavos africanos, y solo existe otro estado en el mundo creado por ciudadanos de un país como asentamiento para los antiguos esclavos, Sierra Leona. Después de esa larga disertación se quedó callado. A continuación no tuve otro remedio que preguntarle; ya que durante los días anteriores me había quedado con la duda; ¿Qué es lo que está mirando y lo que ve?. Dije. No me respondió y cuando ya iba a hacer el ademan de levantarme respondió, la libertad, soy viejo pero soy libre. ¡Era la primera vez que había atendido a mis palabras!. ¡En aquella ocasión no solo había hablado para él mismo, sino respondido a mi pregunta!. Me sentí especialmente bien y decidí intentar con él una nueva conversación, pero…, no tuve éxito. El viejo, ante mis preguntas y comentarios, no dijo nada, se mantuvo en su misma posición, como si yo no existiera en realidad. Ya cansado, decidí levantarme, me despedí y empecé a caminar. No había dado más de cuatro o cinco pasos, cuando una señora se acercó hasta mí y tomándome delicadamente del brazo me preguntó de qué lo conocía. No supe que decir. Ella me miró sonriente y con una expresión comprensiva me contó que ella era su mujer y que yo había conseguido algo verdaderamente dificil. Dicha afirmación me dejo perplejo y pregunté el qué. Me respondió que hacía mucho tiempo, su marido no era capaz de compartir ningún espacio con nadie, no podía estar acompañado. Solo lo aceptaba en la casa familiar. En el parque se desplazaba de un lugar a otro evitando el encuentro con cualquiera, si se sentaba en un banco y alguien se acercaba, su reacción era siempre la misma, levantarse y tomar cualquier dirección para evitarlo. Aquella mujer, salía todos los días al parque vigilándole a distancia, para que se sintiese cómodo y realizase una rutina tranquila. Sin embargo, desde hacía días, ella había visto que ese comportamiento no se había producido conmigo. Sonreí y la dije que, en cualquier caso, no había podido mantener una conversación con él y destaqué que, solo ese mismo día, había respondido a una pregunta mía. Ante esa manifestación por mi parte, aquella señora no pudo evitar que se le saltasen las lágrimas, destacó la gran trascendencia que ese hecho tenía para ella y me dijo que desde su vuelta a España, no había tenido esperanza, pero que ahora, algunas cosas podían cambiar. Para tranquilizarla estuve un buen rato hablando con ella y me relató la difícil experiencia que representaba convivir con una persona en aquel estado y que su amor por él, era la causa y justificación principal para atenderle, siempre había sido un hombre afectuoso, bueno, muy libre y feliz y hoy no sabía lo que pasaba por su cabeza, me dijo. En un momento dado, la pregunte cómo se llamaba aquel viejo. Me respondió, Alois Alzheimer y me abrazó. Todo pareció adquirir una luz diferente. Durante muchos días seguí manteniendo contacto con Alois en el Parque, la mayor parte de las veces no parecía atender a mi presencia, aunque yo sabía que él se encontraba cómodo conmigo, otras, de modo inesperado parecía reconocerme. Confirmé que sí había sido marino mercante, viajado por todo el mundo y que sus abuelos, al parecer, vinieron a España desde Cuba. También, de joven, había vivido en Baviera, Alemania, pero tuvo que huir de allí por el nazismo y la guerra mundial. Fue catedrático en la Universidad de Compostela, especializado en física cuántica y aún hoy sus libros y ensayos, son utilizados en las facultades como obras de referencia. Su mujer, se llama Silvia, es una reconocida psiquiatra, que entrevistan en los medios de comunicación con relativa frecuencia. Aprendí pocas cosas de él, pero todas ellas fueron importantes. A los pocos meses, deje de verle tanto a él como a ella y hoy los hecho mucho de menos. En ocasiones, cuando me quedo pensando y con la mirada fija, entonces tengo el deseo oculto de no volver a la realidad, al menos a la teórica, como él decía, ya que en esos instantes de alejamiento e infinitud, el tiempo y el espacio no parecen existir y me siento libre. Jesús Benítez Benítez Junio 19

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