Powered By Blogger

viernes, 16 de mayo de 2014

NOVELA DESEO, El proyecto Eclipse de Jesús Benítez.- Primeras páginas.






NOVELA.- TÍTULO DESEO, El proyecto Eclipse. Autor: Jesús Benítez. Editorial: Pigmalión.
PRIMERAS PÁGINAS.- Con la lectura de ésta primeras páginas puedes introducirte en el relato...Una aventura de ficción que tiene mucho de real.




EL PROYECTO ECLIPSE
¿La realidad supera a la ficción o es a la inversa?



NOVELA

La historia que voy a relatar no es producto de la imaginación. Hace ya mucho tiempo,  al visitar una librería de viejo hoy desaparecida,  a la que acudía habitualmente para obtener algunos ingresos con la venta de mi biblioteca, el librero me entregó las devoluciones de los libros que días antes yo  había llevado con el mismo propósito sin haber tenido éxito. La librería Cervantes se encontraba en una de las calles adyacentes a la Gran Vía de Madrid. Su escaparate estaba desvencijado y sucio. A través de los cristales se amontaban libros de todas las clases sin aparente orden. El dueño era un individuo enjuto y malcarado, de tez oscura, que tenía una voz grave que empleaba en escasas ocasiones, ya que entre sus virtudes, si alguna tenía, no se encontraba  la conversación y las buenas maneras. Vendía y compraba libros desde un tiempo inmemorial. Al parecer, según repetía con frecuencia, su padre y su abuelo se habían dedicado a lo mismo, a comprar y vender libros; él presumía de  la iniciativa familiar, destacaba el esfuerzo y el trabajo como principios rectores de su existencia y según decía, era buena prueba de ello, el hecho de que su actividad negocial en el mundo del comercio de la capital del reino, la suya, no la de su padre y la de su abuelo,  se hubiera iniciado con la recogida de cartones y periódicos viejos, hasta que decidió orientar su vida. En un momento dado, comprendió la necesidad y la oportunidad de seguir manteniendo la tradición familiar.  Los frutos de ese esfuerzo y de ese trabajo, le habían permitido alcanzar el poder adquisitivo suficiente para iniciar la explotación, en su día, de esa librería, la cual bautizó con el nombre de Cervantes,  pues, ese escritor  representaba, según él,  al mayor genio febril de su negocio “de libros”. Sin embargo, nunca había leído el Quijote y no tenía por costumbre ni la lectura, ni la escritura, le atraían mucho más los números y las cuentas. Su concepción del disfrute de la vida era un plato de huevos fritos con patatas y un buen vaso de vino de Valdepeñas.
La decisión de poner a la venta  mi biblioteca fue una de las más difíciles que había tomado, pero no tenía un euro en el bolsillo y la necesidad me estaba obligando a hacer algo que, aunque impensable en otro tiempo, podía permitirme aligerar esa angustia que se había apoderado de mi por la difícil situación económica que padecía. En todas partes había personas conocidas en situaciones similares, si bien, aún siendo solidario con ellas, no me servía para nada ese hecho y menos aún el dicho: –mal de muchos, consuelo de tontos-. Las  valoraciones globales, lejos de quitar hierro a los problemas sobrevenidos, incrementan la dificultad de alcanzar una solución individual y también colectiva. Ya no disponía de trabajo retribuido y las prestaciones de desempleo se me habían agotado antes de recibirlas, ya que tuve que pedir dinero prestado. Finalmente, dejaron de venir a mi cuenta bancaria, siempre con números rojos, al cumplirse el plazo máximo establecido legalmente para ello. A partir de entonces, ya podía ser calificado como un parado de –larga duración- y sin posibilidades de obtener empleo, tanto por mi edad como por la naturaleza de mi formación profesional. Hasta donde mi recuerdo alcanzaba mi trabajo había consistido en corregir textos en una editorial, era un digno  -corrector-. La hipoteca de mi casa había fagocitado cualquier ilusión de propiedad sobre las cuatro paredes donde aún subsistía; estaba situada en la calle de La Bolsa, (absurdos del destino),  y las maletas casi vacías, las tenía dispuestas  ya junto a mi puerta, a la espera de dar el paso final: Marcharme de mí querido país.
Aquella casa representaba para mí recuerdos, los pocos que tenía, los que era capaz de recordar. Era hermosa y luminosa, como la etapa de mi vida en la que pretendí adquirirla y en la que la convertí en mi hogar tan solo cuatro años atrás. Por ella pasaron  escritores, conocidos y desconocidos. En aquellos tiempos tuve una sensación de seguridad inmensa, como si mi vida fuese algo imparable y veloz, en nada sujeta a los acontecimientos imprevistos. Los riesgos verdaderos parecían haber quedado atrás. Existía en mi mente un vacio sin recuperar al cual había renunciado hacía ya mucho tiempo. Sin embargo, el principio de incertidumbre volvió y lo que parecía algo imposible, ocurrió. Me ocurrió para ser más exactos.
La conciencia de que el peso de la historia de España justificaba la existencia del poder de la rapiña, la división ideológica y la incertidumbre del próximo futuro, no me había permitido tener una mejor reacción ante los últimos hechos que acontecían. Mientras esos hechos sobrevolasen mi alrededor sin llegar a tocarme directamente y yo pudiera subsistir, la preocupación era relativa, pero las circunstancias cambiaron: El miedo generalizado me había afectado relativamente durante varios años, ya que, como digo, mientras yo dispusiera de un puesto de trabajo y de unos ingresos suficientes, lo demás, aún a pesar de generarme cierto desasosiego, lo veía algo distante. Era como una reacción instintiva. Ante ese miedo, percibía en mí un impulso de huída de la realidad y así me mantuve hasta que finalmente esa nube oscura y espesa de las nuevas tecnologías y la apuesta de la editorial por los productos tradicionales, hicieron que la empresa perdiera presencia en el mercado  y lo que se había construido durante un tiempo, tardó muy poco en desmoronarse. Esa nube, llegó a cubrirme como a otros muchos y la inexistencia de medios de subsistencia se convirtió en la mayor preocupación. Yo no era el dueño de la empresa, pero si estaba bien considerado en ella. Era buen corrector. No fui el primero en caer, pero cuando eso ocurrió llegué hasta el fondo del barranco.
Desde que yo era capaz de recordar, nunca, en toda mi vida profesional, había estado desempleado y no sabía que para poder valorar lo que  ello significaba, tendría  que pasar a ostentar dicha condición. Cuando así fue, me quedé desconcertado, idiotizado, vulnerable y por muchos esfuerzos que hice para salir de esa situación, no lo conseguí; lejos de solucionarse poco a poco las cosas, los problemas se fueron incrementando y llegó un momento en el que eran tantos los que tenía que afrontar, que, en conjunto, nada parecía tener especial importancia. No es exactamente que todo me diese igual. Por una cuestión de principios y de dignidad, luchaba día a día por mantener la barbilla alta y avanzar en las mejores condiciones, pero era evidente que la impotencia de solucionar mi desesperada situación económica no iba a variar de modo inmediato y que por el contrario, todo indicaba que aquello iba a tener una duración larga e incluso permanente.  Cuando llegué a esa conclusión, después de pelear tanto por mantener el equilibrio, acabé agotado.
La crisis, la mal denominada crisis, se había apoderado de los más elementales derechos obtenidos durante muchos años por la sociedad española y la falta de competencia política de los gobernantes, facilitó el traspaso de poderes entre ellos, los desencuentros de los partidos políticos más representativos y finalmente, en un intento desesperado, la unión tardía de intereses de las dos tendencias que tradicionalmente se jugaban la alternancia en el gobierno. Todo ello mantenía un estado de caos generalizado,  del cual mi país no parecía recuperarse.  
Para hacer frente a un enemigo común, las dos Españas, por una vez en la historia,  se habían unido en apariencia. El enemigo común era la economía, las grandes entidades financieras. Sin embargo, el resultado no era el esperado.
La política española se limitaba a satisfacer los dictados de otros países más poderosos y cada medida que se adoptaba para superar la crisis debía de ser aprobada por ellos con anterioridad y con posterioridad. Yo siempre había sido de la opinión de que la política y los políticos eran necesarios. No un mal necesario, sino el único medio conocido para cumplir objetivos comunes mediante la aplicación de principios  como la democracia organizada y el control de los representantes de la ciudadanía. Todos mis esquemas intelectuales se tambaleaban y la primera persona desorientada era yo mismo.
Creo que es mejor no situar esta historia, real como la vida misma, en un contexto temporal concreto. Quien la haya vivido sabrá muy bien al período al cual me refiero.
Los grupos y organizaciones de presión, empezando por los sindicatos, tampoco tuvieron capacidad de reacción y cuando se movilizaron se encontraron desprovistos de influencia. El dueño de la empresa en la que  había trabajado estos años,  decía que un perro protector debía de estar siempre delgado, ya que si engordaba demasiado perdía la fiereza. Algo de esto debió de ocurrir. Al mismo tiempo, surgieron diversos movimientos de reivindicación, grupos alternativos descontentos con el sistema, pero ninguno de ellos alcanzó grandes logros. Se creó la semilla de algo que podía ser importante pero hasta la actualidad no han conseguido fructificar lo suficiente. Por muy estúpido que parezca, lo que se denominó por entonces -la democracia real- no pudo funcionar sin líderes y los que tuvieron  más razón y más capacidad de movilización, defendieron como  principios, su carácter colectivista y asambleario. Algunos líderes hubo al estilo del mayo del 68 en París, pero los medios de comunicación impidieron que obtuvieran sus objetivos. Se desvanecieron e incluso acabaron encarcelados. Fue una reacción contra un sistema político denostado por la corrupción generalizada y los intereses económicos de las grandes empresas y entidades bancarias.  
Eso era lo que pensaba entonces y al hacerlo, algo se movía en mi interior. Se trataba de una percepción especial, como si hubiera algo en todo ello que fuese una rememoración. No sabía muy bien si lo había vivido o si se trataba de un montón de imágenes creadas en mi mente como consecuencia de las lecturas de libros, de la prensa, de escuchar las noticias de la televisión y de los comentarios de la gente en la calle.  Hoy no lo tengo tan claro, salvo el hecho de que existe una tendencia demostrada a la corrupción cuando se ejerce el poder y que el solo hecho de pretenderlo ya parece tener un punto coactivo.  Lo cierto es que la imaginación humana, en Occidente, sufría una crisis profunda. Bertrand Russell ya lo comentó en su obra –La conquista de la Felicidad-. Él decía que cuando se produce una evolución social, el problema que se genera, consiste en el deseo de querer afrontar las nuevas situaciones con criterios antiguos y eso, provoca  la imposibilidad evidente  de alcanzar soluciones correctas y adaptadas a las circunstancias nuevas.
Recuerdo que por entonces ya eran diez años los que habían pasado desde que se dijo que la crisis estaba en su punto culminante y el último Gobierno de Coalición que se constituyó por entonces,  aún gobernaba al paso de los dictados de Europa, de la banca y del gran poder e influencia de Estados Unidos. La llamada crisis, que no era otra cosa que una dolorosa  y larga guerra económica, se mantenía. Recuerdo que en Madrid, como en otras muchas ciudades de España, durante un mes de Octubre, se produjeron acontecimientos sorprendentes, al menos para mí. La gente salió a las calles en masa, protestaba.   Unos años antes, hechos similares, incluso mucho más graves, se habían producido, pero la aplicación de una regulación penal, aprobada en el Congreso después de las primeras movilizaciones importantes, paralizó de nuevo el resultado y muchos de los manifestantes, volvieron a sus casas maltrechos;  pero… para que este relato tenga su verdadero sentido y no se pierda el hilo argumental,  considero que es mejor que, de momento,  silencie algunos detalles y continúe explicando lo que interesa por ahora.
Cuando llegué a la habitación de mi casa, después de un largo trayecto desde la librería de viejo, estaba algo sudoroso, el paquete de libros pesaba y no me encontraba en mi mejor estado físico precisamente. Del  psicológico prefiero no comentar mucho, pues de lo que estoy contando se desprende lo que cualquiera podría entender. Me senté en la cama con aquel paquete en las manos. Tuve una vez más la sensación de soledad que me embargaba al llegar a esa casa grande y silenciosa.  Me faltaban los recuerdos fundamentales. Podría decir que solo recordaba con claridad los principales hechos que habían ocurrido en la casa y en el trabajo. Lo demás estaba rodeado de una niebla densa que me producía ceguera. Miré las paredes de la habitación y comprobé una vez más la ausencia de muebles, de cuadros y de espejos; esto me hizo sentir aún peor si cabe. Percibí por un instante mi rebelión interior ante una lenta y pausada pérdida. La pérdida del trabajo, de la compañía, ¿De la familia?, de los amigos, de la energía de vivir. Una lenta pérdida que flotaba entre los sofocos de esa rebeldía, del desánimo, del esfuerzo, de la lucha y de la derrota, girando y girando alrededor del dinero o más bien de la ausencia de él, de su utilidad y de su necesidad.
Estuve en silencio unos minutos con aquel paquete en las manos. Pensé que era desalentador que después de poner a la venta aquellos libros, ni tan siquiera llegasen a venderse. Decidí abrir el paquete para examinarlos e intentar entender las razones por las que no había llegado a interesarse nadie por ellos. Siempre era más fácil vender libros de comic, guías de viajes o diccionarios de idiomas; las novelas de Sartre o de John Dos Passos  ya solo formaban parte de las torres de libros que se acumulaban en las librerías que tenían olor a polvo y papel rancio. Sin embargo, yo no había podido, ni podía aún vivir, sin tener cerca alguno de aquellos libros, sin llevar en el bolsillo de la chaqueta esos pensamientos alineados en hojas amarillentas y secas.
Después de abrir el paquete,  me encontré en el suelo un manuscrito. Pensé que se había caído. La perplejidad me invadió por unos instantes y sonreí para mis adentros. El librero ha cometido un error, dije,  y me sentí bien por ello.  Era como haber hurtado con sigilo a aquel librero, grueso y sudoroso,  que vendía obras de arte como si vendiera tornillos. Sin alma. Solo vendía y previamente compraba, despreciaba al miserable que, como yo, en una indigencia global, se veía obligado a sacrificar su sentimiento y su razón a cambio de unos pocos euros entregados con desapego y miseria.
Examiné con avidez su contenido. Digo que se trataba de un manuscrito, pero realmente no lo era en gran parte, ya que estaba escrito con ordenador en doscientos folios numerados e impresos por una sola cara, si bien en cada uno de ellos había anotaciones de diferentes tipos. Para realizar algunas de ellas se había utilizado un bolígrafo, en otras, un lápiz y varios de los párrafos o nombres que se citaban estaban subrayados con un rotulador rojo.
En muchos casos eran tantas las anotaciones, indicaciones o subrayados, que resultaba difícil poder realizar una lectura continuada del texto principal.
No tenía firma, ni referencia alguna sobre quién podría ser su autor y al examinar la última cara escrita, comprobé que el documento no estaba completo.
Algo sentí en ese instante. No sé explicarlo, pero fue como un escalofrío que al mismo tiempo tenía calidez. En un principio el temor generó en mí un acto de cierto rechazo, sin embargo, paralelamente, aquellos folios estaban cargados de algún significado que no podía comprender entonces. Sabía, sin ningún motivo aparente, que aquellas líneas de letras consecutivas, tachadas, marcadas, destacadas, parecían querer avisarme.  
Después de una discusión ética o moral, según se mire, sobre lo que debía o no debía hacer, aparté todos aquellos folios con la idea de llevarlos de vuelta a la librería e indicar al librero que se había producido un error, que los había empaquetado con los libros devueltos. Quizá por ello recibiría algún tipo de compensación. La miseria hace miserables a las personas. La decisión no respondía a un motivo de solidaridad, tampoco de complicidad con un autor desconocido, con un escritor que podía ser tan mísero como yo, sino a la trascendencia crematística que dicho acto podía tener. Pensé que había caído ya muy bajo por  ese desespero que se canta en  una canción cuyo nombre no recuerdo ahora, pero que se repite una y otra vez con el estribillo:  -deseeespero, desseespero, desssespppero.
Dejé aquello sobre la mesilla y me  desentendí. En esos momentos pasaban por mi cabeza otras preocupaciones. Mis problemas económicos, como digo,  me habían obligado  a desprenderme de la mayor parte del mobiliario de la casa, de mi colección de sellos y de casi todos mis queridos libros. Nada ni nadie se merecía una especial consideración.
Pasados bastantes días, al volver a la librería de viejo, el librero me contestó que no sabía nada de aquellos folios y que ya tenía suficientes papeles como para acumular más en su tienda. En ese instante pensé: ¡Denomina tienda a una librería!. Me marché de allí sin decir gran cosa, con un dolor de tripa considerable, ya que llevaba muchas horas sin comer nada y me sentía algo mareado. Después de dar unos pasos escuché que alguien me llamaba. Era de nuevo el librero. Acudí otra vez hasta la puerta de la librería. Me preguntó si quería ganarme unos pocos euros y respondí que si, naturalmente. Trabajé para él sacando y metiendo cajas de libros de un almacén a otro, con un trapo en las manos para quitarles el polvo y seleccionándolos por materias. Las librerías de viejo son como un inmenso bosque. Es algo muy hermoso, pero nunca sabes cuantos árboles hay.  Aquello duro poco, una semana, sin cotizaciones ni contrato alguno. Se trataba tan solo de ayudar y recibir una pequeña, muy pequeña, compensación. Pero bien venido fue, ya que me permitió comer y esa sensación de tener la tripa llena puede ser algo indescriptible cuando el dolor  de barriga se había convertido  en algo habitual.
Al salir a la calle el último día de aquel trabajo, guarde el dinero en el bolsillo y el librero se dirigió a mí de un modo diferente:
-         Amigo, dijo. Así me llamaba siempre. Respecto al manuscrito, añadió, no lo tire. No pierda la oportunidad de leerlo, nunca se sabe, un buen corrector no debe dejar de serlo jamás.
-        
-        
Ese comentario me cogió de improviso. Al principio no supe que contestar, ya que no entendí  a qué se estaba refiriendo, pero a continuación me di cuenta.

-         Si, gracias, gracias. El manuscrito. Lo haré, lo haré….

El tono de su voz, sus palabras,  fueron inhabituales y de algún modo, en esa única ocasión, pareció dirigirse a mí con afección y proximidad. Además, viniendo de una persona así, resultaban si cabe más llamativa. ¿Qué extraño?. Pensé. ¿A qué viene ese consejo?. Fui caminando hasta el bar más próximo y solicité al camarero una cerveza y un bocadillo de tortilla. Lo devoré. Me olvidé en pocos segundos.

Al entrar  de nuevo en la casa  me senté en el único sillón del  salón vacío. Ya solo me quedaba ese sillón, una mesita baja, un ordenador portátil, una impresora, dos paquetes de folios y la cama. La mesilla la había vendido. También, en la cocina, tenía un hornillo eléctrico, dos vasos, dos tenedores, dos cuchillos y una cuchara. Disponía de dos trajes viejos, de una gabardina, de tres pares de calcetines, de cinco calzoncillos y de dos pares de zapatos. También conservaba unas zapatillas de deporte. Ese era mi inventario. Lo cito para que se pueda tener una idea de las condiciones en las que transcurría mi existencia en aquellos momentos. El embargo bancario de la vivienda se produciría en cualquier momento y entonces no iba a tener ya donde dormir. Miré las maletas, en ellas se encontraba parte de ese inventario al que me he referido y diez libros. Si, diez libros que me había propuesto preservar en cualquier caso o circunstancia.
Había ahorrado un poco de dinero para poder comprar el billete de ida a cualquier parte; cuando la crisis me obligase definitivamente a marchar. Era suficiente dinero para permitirme el lujo de coger un avión, incluso para trasladarme a un lugar lejano. Eran muchos los dolores de tripa que había tenido que sufrir para no hacer uso de aquel dinero, pero representaba o podría representar, mi tabla de salvación.
Nuevamente, la incertidumbre me embargó y tuve que hacer un esfuerzo para centrarme.  Llevaba un bocadillo en el bolsillo, lo compré en el bar antes de marchar de allí y al colocarlo en la pequeña y solitaria mesa del salón, comprobé que sobre una de las cajas de los libros que aún quedaban en la estancia, seguía conservando el manuscrito y lo cogí para echarle un vistazo. No había tenido la curiosidad de leerlo de nuevo. Eso era sorprendente y pensé en ello. En otros tiempos y en otras circunstancias, lo habría devorado inmediatamente. De tratarse de un buen texto, seguro que la emoción me habría tenido hiperactivo y de tratarse de algo sin valor, con una lectura de diez o veinte folios lo habría tirado a la basura. En este caso, como muestra de mi propia decadencia general, me había olvidado de él. El librero me lo había recordado.
Empecé a examinar su contenido. Otra vez me di cuenta al instante de que no se trataba de algo sin importancia, sino que en aquel documento se citaban lugares, personas y fechas que eran reales, mezcladas con situaciones que parecían ser de ficción. La curiosidad me obligó a dar continuidad a la lectura. En un principio no existía ninguna razón aparente para tener interés, salvo la sensación que tenía al leer, entre inquietante y cálida,  ya que el texto no era lo que se podría considerar extraordinario, pero aquello me fue cautivando y no pude dejar de leer durante un largo rato.
Cuando ya había leído unos cincuenta  folios, no sin dificultad, ya que las anotaciones, marcas y subrayados me impedían hacerlo de un modo continuado, recordé que el relato no estaba completo. En ese momento pensé que si seguía  mi esforzada lectura, al final, me iba a quedar a medias.
Aparté a un lado las hojas leídas y cogí el resto. Decidí examinar el último folio. El texto finalizaba a media página y al pié de ella estaba escrito a mano un número de móvil. Ese número me recordaba algo y medité sobre  ello sin resultado. No tenía ningún teléfono a mano para llamar. Al final me cansé de intentar recordar, miré el bocadillo y empecé a comer con cierta avidez, aún tenía hambre; a continuación cogí el ordenador y decidí  rehacer el texto incluyendo las correcciones y anotaciones que tenía con el objeto de darle una forma adecuada y que su lectura se pudiese realizar con normalidad. Al fin y al cabo esa era mi profesión, -corrector en una editorial-. Había perdido muchas cosas, incluida la dignidad, pero ¿Por qué no hacer un último trabajo?. Antes de marcharme, antes de que todo se viniera abajo, ¡ Por qué no hacer un acto de reafirmación¡. Pero…, ¿Sería suficiente con limitarme a corregir ese texto?. Me pregunté. Al hacerlo, visto el contenido que parecía tener, consideré oportuno iniciar la corrección de un modo más emprendedor, (me pregunté porque había utilizado esta palabra, -emprendedor-  era una palabra desnuda de valor en los tiempos que corrían),  decidí incorporar algunos comentarios propios e incluso, intercalar mis  experiencias en algunas de sus partes. Así lo hice.
Hubo dos cosas que entonces no tuve en consideración: En primer lugar, la atracción que aquel texto me iba a producir y por tanto, el descubrimiento que en algunos aspectos iba a representar para mí.  No en vano, disponer de mucha información, puede modificar la percepción de tu realidad. Mi vida había estado durante bastante tiempo reducida, en gran medida, a las labores que desempeñaba en un despacho, alejado de todo lo demás. Es cierto que las labores de un corrector, le obligan a uno a adquirir conocimiento, pero el conocimiento no es exactamente igual que la información. Mi mundo tenía mucha ficción y esta obra me haría colocar los pies en el suelo. Aquello tenía algo de rememoración. En segundo lugar,  el hecho de que no se trataba de un texto completo. No pensé por tanto, que llegaría un instante en el que yo tendría que crear un final o una conclusión o algo parecido. Fui bastante corto de miras. Entonces, de un modo estúpido, aquellos folios fueron para mí tan solo el texto de una novela, enmarcada entre la historia reciente y la imaginación, escrita por otra persona simplemente desconocida. Yo me iba a limitar a realizar una buena corrección de la obra, con algunos matices, para que adquiriese forma, belleza y un significado adecuado para cualquiera que la leyera. Dichas cuestiones no las consideré lo suficiente y sin darme cuenta me metí en todo esto. Sin embargo esta decisión cambiaría mi vida.
Creo que para que se  puedan valorar realmente  los motivos por los que me llegó a intrigar tanto aquel relato, lo mejor es que lo transcriba a continuación tal y como lo incorporé a mi ordenador ya corregido:

 .....

No hay comentarios:

Publicar un comentario