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domingo, 18 de enero de 2015














DOMINGO.-
LAS PALABRAS DEL DÍA.  18 de Enero de 2015.


¿Puede ser que mediante las palabras y la creación, seamos de verdad capaces de vivir en dos o más lugares al mismo tiempo?.

 Estoy frente a la ventana, sentado ante la mesa del ordenador y viendo en la  pantalla las letras que salen de mi cabeza, las que  atraviesan mis brazos y mis dedos teclean. Veo nevar. Los primeros copos han empezado a caer. Se mueven desordenados, recorren distintas direcciones. Se desplazan hacia el suelo haciendo zigzag, sin mantener una línea recta. El cielo está totalmente plomizo y las ramas del ciprés y del abeto que tengo ante mí, no se mueven, parece que esperan esa nieve, quietas, sin moverse en absoluto, congeladas en éste ambiente de invierno dulce que se había anunciado que vendría en cualquier momento.

Escucho música de Grieg. Parece la mejor para estos instantes de observación. A través de la ventana, grande y amplia, puedo ver ese invierno tranquilo desde la calidez de mi despacho. Deseaba que nevara. Que las nubes pintaran el cielo de un gris blanquecino y los copos pasearan por la ventana. No caen muchos. Ha cesado el anuncio de nevada. A veces los copos caen como confeti y luego, al poco rato, la fiesta se acaba. Una vez parece que sí y otra parece que no. Miró con curiosidad y compruebo que sí, nieva, pero dura poco.

El día ha avanzado a gran velocidad. La luz empieza a decaer y no ha llegado a cubrirse de blanco el jardín. Solo unos copos que se han desvanecido en el aire y nada más. Mucho frío y el cielo blanco, gris, blanco y ahora, en la tarde casi vencida, más gris y más oscuro. En pocos minutos surgirá la noche. Dicen que esta noche sí, que esta noche nevará. El lunes empezará mañana. Una semana nueva. Una larga semana de siete días, que luego parecen ser solo cinco en busca del próximo fin de semana. Parece absurdo desear que el tiempo pase, que esos días pasen deprisa. Lunes, martes… y…viernes. El deseado viernes, prólogo del sábado.

En esta tarde de domingo, como digo casi vencida, estoy pensando, deseando ya el próximo sábado. Sí es algo absurdo.

La placidez de estas horas, después de la visita familiar, parece un paréntesis. Un silencio con el fondo de Grieg, luego de Strauss y luego de Trchaikovsky. Hay menos luz. Miró la ventana. Las ramas del ciprés y del abeto. No se han movido. Siguen congeladas. La nieve no las ha pintado de blanco. Están paralizadas. Esperan la llegada de la noche para que la luz de la farola las vista con tonos anaranjados.

Ayer, durante un paseo por el centro de Madrid, encontré en la librería Central la obra de Albert Camus titulada La Sangre de la Libertad. En estos breves instantes, sin saber muy bien porqué, siento esa libertad con los sentidos. Libertad de sentirse tranquilo, sosegado. Ya se escucha el canto aislado y reiterativo de un mochuelo. Sí, de un mochuelo que vive en el jardín, junto al ciprés y el abeto. Escondido entre la maleza, junto a un muro de piedra. Al anochecer siempre avisa. También lo hace en las primeras horas de cada día. Lo escucho una y otra vez. Su canto se mezcla con el Claro de Luna de Debussy. Es extraño. Parece seguir el ritmo y luego se hace mudo. He ojeado La Sangre de la Libertad. Me gusta. Pasaré un buen rato con su lectura. Durante esos espacios aislados de soledad.

Alguien dijo en una ocasión que el lector y el escritor deben vivir la soledad, sin soledad no se puede leer o escribir. Hay mucho de cierto en ese comentario. A través de la ventana la luz parece haberse aclarado. La noche tarda en venir, aunque está anunciando que viene hacia aquí. La tarde del domingo se resiste a marchar. El cielo plomizo ha adquirido más claridad. En unos segundos, se mancha. Las nubes no dejan ver ningún rincón azul. Otra vez vuelve a oscurecer. Los colores son solo grises y verde oscuro.

Sobre la mesa tengo varios libros, grandes ceniceros y las hojas de dibujo. La caja de lápices aún no la he estrenado. Fue un regalo navideño. La lámpara ilumina todo con suavidad. Marca una línea definida en la pared; al pié del reloj y de los cuadros que están junto a la ventana. Veo una línea de seda que separa dos mundos distintos hacia los cristales, donde un pequeño naranjo de adorno duerme en una pequeña maceta. Ya hay menos luz. La noche esta venciendo. Beethoven suena con entusiasmo. Los violines se abren paso en el silencio y mis palabras siguen atravesando mi mente, por los brazos y hasta los dedos, que teclean estas letras. La soledad del pensamiento es delicada en estos segundos, mientras esos violines vibran y la melodía cambia para que la música Haydn se abra camino en el despacho.

La tarde del domingo ha empezado a dormirse y yo sigo despierto. El tiempo pasa deprisa, mucho más deprisa de lo que parece.

Todas las cosas que veo, que me rodean aquí, tienen un significado. La estantería es una revolución de palabras y la mesa de este despacho está llena de recuerdos. En esta habitación han pasado tantas y tantas cosas. Siendo niño fue un lugar de juegos. Más mayor, casi adulto, fue para mí un refugio, un espacio de estudios y aventuras. Luego, pasado más tiempo, la alcoba de amores y sueños. Más tarde, aquí abrazaba a mi hijo antes de dormir; cuantas veces me acuerdo de ello; y hoy, es un despacho. Un lugar de reflexión y meditación, pero sobre todo de recuerdos.

Ahora la música de Schostakovich se ha extendido por todas partes con un interludio. Miró la ventana y ya veo solo sombras. Las sombras del ciprés y del abeto. La luz ha decaído tanto que es más noche que día. Escucho el ladrido de un perro y de nuevo el mochuelo ha vuelto a avisar. Es hora de dejar marchar el domingo. Es mejor que se marche definitivamente. Dejar que las últimas horas lo completen para preparar el lunes, mientras Händel me regala un ritmo adecuado para afrontar la nueva semana.

Es interesante describir un espacio en evolución. Comprender que las palabras te permiten dejar sobre un papel o una pantalla, como si se tratase de una foto, un trozo de existencia. Es posible que de éste modo nada nunca deje de existir del todo.

Jesús Benítez

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