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martes, 26 de agosto de 2014

PRIMER CAPÍTULO DE MI NUEVA NOVELA.- TÍTULO PROVISIONAL "EL HOMBRE". AUTOR JESUS BENÍTEZ BENÍTEZ



NOVELA
TÍTULO PRIVISIONAL.- EL HOMBRE.
Inicio 18.11.2012.
CAPÍTULO I
Aquella noche la explosión pudo oírse desde muchos kilómetros de distancia.  Nadie imaginó que esto pudiera ocurrir. Temblaron las paredes y cuando todo parecía haber pasado, se abrieron grietas en el suelo y los muros de los edificios se tambalearon. Al principio la sacudida no fue  muy intensa, pero a continuación hubo otra y luego otra y los edificios no pudieron soportarlo más, hasta caer. Se escucharon gritos y el ruido se hizo ensordecedor. Un olor muy fuerte se extendió por todas partes, se deslizó con rapidez por todos los rincones y los aullidos de algunos perros  indicaron que aquel olor estaba anunciando la llegada de una gran humareda. Así fue. Las calles se cubrieron de blanco. Costaba mucho respirar. Olía a azufre. Las llamaradas empezaron a surgir por todas partes. Él empezó a correr. Había que evitar el fuego cuando aparecía de modo inesperado. Era muy difícil orientarse y con frecuencia tropezó con cascotes y escombros; saltó desorientado entre los coches destrozados. Las calles solo se intuían, no se podían ver. Pasó junto a personas que pedían auxilio, estaban esparcidas por los suelos, ocultas, temerosas.  Todo esto no sé lo que duró. Le pareció una eternidad. Empezó a llover y en unos minutos la escombrera se transformó en un lodazal.  Las tinieblas se disiparon poco a poco y pudo empezar a ver la ciudad con más claridad. Pensó que todo se había acabado, pero no fue así. Entre aquellas tinieblas acuosas ella apareció, dio unos pasos y estuvo a punto de caer. Él pudo llegar exhausto hasta ella justo a tiempo. La sujetó. No sabía cómo, pero la había encontrado. Se abrazaron con efusión y se besaron. La lluvia caía con insistencia, el barro marcaba los brazos desnudos de él. Se miraron con gran ternura, el pelo mojado la hacía aún más hermosa; formaba rizos negros en su cara pálida y manchada. A continuación ella dijo:
-         Lo hemos conseguido… gracias a ti.


Sus labios se aproximaron con lentitud hasta fundirse, sus cuerpos estilizados y húmedos, azotados por la lluvia que se derramaba sobre ellos, formaron un figura brillante y semidesnuda; era una escena emocionante entre aquella desolación. Se miraron con pasión y de inmediato el abrazo se hizo aún más intenso. La rasgada camisa de ella marcó la sinuosidad de su cuerpo y dejó traslucir, a través de la tela empapada, unos senos voluptuosos y sensuales. Él volvió a besarla una y otra vez. La cámara se aproximó con lentitud. Se pudo ver un primer plano de los ojos cerrados del protagonista, en los que traslucía la intensidad del momento. Cubrieron toda la pantalla. A continuación los abrió y su mirada se hizo indefinida, expresaron lo que estaba pensando, esa mirada daba a entender que no solo había salido victorioso ante el enemigo, sino que también tenía en sus brazos a la heroína.
En la pantalla, acompañada de una música vibrante, aparecieron las palabras que se estaban esperando: THE END.
Empezaron a salir los créditos y sin que el público esperase mucho, se encendieron las luces de la sala y todo el mundo fue incorporándose de los asientos para tomar la salida del cine.
No había mucha gente, pero sí un número suficiente para que tuviese que esperar hasta tomar el pasillo central entre  las butacas. Cuando salió al exterior corría un viento frío que le azotó las mejillas. Se colocó con rapidez la bufanda y el abrigo. Aquella película la había visto varias veces. La victoria del amor por encima de todas las demás cosas; siempre le había cautivado. Aunque conocía al detalle el final, siempre lo esperaba con algo de nerviosismo. Esos besos. Ese abrazo. Parecían recordarle otros tiempos activos ya muy olvidados.
De camino a casa pensó que nadie  le estaría esperando. Bajó por la calle Princesa hasta alcanzar la entrada de la estación de metro de la Plaza de España. El frío era cortante. Al descender las escaleras de acceso, agradeció el cambio de temperatura, incluso el olor rancio de los subterráneos.  Aquel mes de diciembre estaba siendo muy invernal en Madrid. El trayecto no fue muy largo y en pocos minutos ya caminaba por la calle Goya. Vio de nuevo el bar en la esquina de la calle Claudio Coello.  Hacía mucho tiempo que no bebía.  Se trataba de un local viejo y sencillo. En el escaparate de cristal que lo anunciaba figuraba el nombre con letras de colores azules y rojas, –Casa Julián-. Dudó unos instantes, finalmente decidió tomarse una copa antes de subir a casa y entró. La puerta chirrió ligeramente al abrirse y se cerró con un ligero golpe tras emitir un sonido metálico. El olor del bar le trajo a la cabeza algunos recuerdos.   

Meses más tarde…
Él no tenía amigos. Eso decía. Lo repetía con cierta insistencia cuando se le presentaba la oportunidad; que era con frecuencia. Los fines de semana, en el bar de la calle Claudio Coello, bajo el influjo de varias copas de orujo seco. Entonces, cuando bebía, tenía más verbo. En ocasiones se excedía tanto que, efectivamente, todos sabíamos que podía ser cierto, que no debía tener más amigos que nosotros y nosotros, no éramos sus verdaderos amigos, solo conocidos de bar. Cuando bebía se comportaba de un modo iracundo, sufría una peculiar transformación y se convertía en alguien tan insistente y obsesivo que resultaba algo canalla. Por el contrario, durante el curso de la semana era otra persona. Si alguien lo conocía  durante una de esas veladas nocturnas de los sábados, no lo podía reconocer luego a la  mañana de un lunes.
Durante esas noches, cuando la penumbra del humo y los olores ya le habían saturado la mente, salía con pasos muy inseguros por la puerta. Antes, se acercaba hasta el perchero, utilizaba mucho tiempo para ponerse el abrigo y después de colocarse el último botón, tras una lucha de imprecisión larga y difícil, juntaba como podía los pies, agachaba la cabeza, levantaba uno de sus brazos con la mano bien abierta y se despedía de todos; por una parte, las imágenes que podía ver en ese estado eran temblorosas, por otra, nos reconocía, sabía bien que éramos nosotros; ninguno le respondía con entusiasmo. En alguna ocasión solo una mirada o un breve gesto era nuestra despedida. Yo, por el contrario, me quedaba mirándole a los ojos y él respondía con su mirada. Percibía una ligera sonrisa en sus labios pero nada más. No añadía ningún gesto. Le observaba. Desde el primer día sabía que tenía que ser él. No estaba seguro. Tenía que comprobarlo. Por entonces consideré que lo mejor era limitarme a analizar su comportamiento.
 No hacía mucho tiempo que yo vivía en Madrid. Había tomado la costumbre de acudir a aquel  local, llevado por los pocos datos de los que disponía.  La primera ocasión en que me fijé en él,  durante el tiempo de la partida de mus, no pude dejar de mirarle. Supe que podía haberlo encontrado. ¿Sería él?. ¡Al final había aparecido!. Me dije. Sin embargo tenía que confirmarlo. No debía equivocarme. Mis compañeros se enfadaron conmigo. No estaba atendiendo el juego. Nunca me gusto ese tiempo perdido en una mesa con las cartas en las manos. Tan solo empecé a frecuentar ese bar y a compartir los órdagos y los pares, por hacer amistades que me fueran útiles en mi búsqueda y sobre todo, porque la información que tenía me había llevado hasta allí. Ya estaba cansado de esperar, de esperar verle aparecer y cuando eso ocurrió me sorprendí, creía que iba a ser más sociable, más comunicativo. Por eso me llamó la atención su comentario: -¡Yo no tengo amigos!, ¡Nadie los tiene!. ¡Es mentira quien dice tenerlos!. ¡Este mundo es un mundo de mentirosos!. Dijo de modo repentino una de aquellas noches. Se lo decía a Julián, al dueño del bar. Parecían conocerse. También a mi me resultó conocido. Los datos coincidían. Su aspecto, la forma de comportarse que tenía,  todo parecía coincidir.  El consejo era que no diese ningún paso hasta estar seguro. Dudé, no me atreví a abordarle para hablar con él. Se parecía tanto a la descripción de la que disponía…, pero al mismo tiempo era tan diferente. Me había imaginado que sería de otro modo, sin embargo, desde el primer día que le vi, por algún motivo, algo me indicó que podía ser él. Tenía que serlo. La obsesión me invadió. No dejé de mirarle. Tampoco deseaba llamar su atención. Si, se trataba de la persona que buscaba, no podía equivocarme. Tendría posiblemente una sola oportunidad para confirmarlo. Además, ¿Cómo podía ser posible?. Al principio le busqué por todas partes sin resultado. Intenté durante meses dirigir mi búsqueda en otras direcciones; las librerías, las tiendas de antigüedades. Me habían informado sobre el barrio que transitaba, también sabía que era muy educado, extremadamente educado. Pregunté en un lugar y en otro. Nadie pudo darme ningún dato exacto. Yo lo describía. Disponía de una foto muy vieja, sacada del desván de la casa en Luarca, que estaba en mal estado. Con esa foto era difícil identificarle, pero era lo único que tenía. La gente la miraba y negaba. La información más fiable era ese bar. Ese lugar lo había frecuentado durante algún tiempo. Nada más. De modo repentino apareció. En un principio creí que a lo mejor era él quien me había encontrado a mí, que disimulaba, haciéndome creer su desinterés por mi presencia. Luego me convencí de que la fortuna nos había hecho coincidir finalmente y más tarde, simplemente, pensé que me estaba equivocando, que todas esas reflexiones eran una gran equivocación. Muchas cosas tenía yo en la cabeza y estaba muy desorientado. Cuando acudí a Madrid, lo había hecho precisamente para encontrarle. Pasados los primeros meses desistí. Pase semanas paralizado, sin saber qué hacer. Madrid podía llegar a ser una ciudad inhóspita, violenta, inmensa, superpoblada; un lugar imposible para encontrar a alguien. Busqué y desistí. Así volví a hacerlo en varias ocasiones. Un día se deslizó por la puerta y me sentí diferente. Estuvo un buen rato hablando con el dueño.
-¿Quién es?. Le pregunté a Julián cuando se acercó a mi mesa.
- Es un tipo curioso. Antes venía aquí con frecuencia. Hacía mucho tiempo que no le veía. Está algo más viejo. Contestó mientras levantaba sus grandes cejas oscuras y pobladas. Los ojos, que siempre tenía enrojecidos, parecieron abombarse un poco más de lo habitual y los mofletes de su cara tomaron una tonalidad anaranjada para decirme: Hace años  apareció por la puerta con esa buena facha. Vive cerca de aquí. En la calle Serrano. Es viudo y al parecer,  catedrático en la universidad complutense.
-¿Si?. Respondí algo perplejo. Esa información no coincidía con la que yo tenía.
- ¡Es un filósofo!. ¡Escribe mucho!. Añadió con efusión mientras limpiaba  sus manos húmedas en el delantal verde oscuro que llevaba puesto, el cual le cubría una prominente barriga. Este último comentario me dejó más tranquilo. El hombre que yo buscaba tenía ese perfil. Era un filósofo. Eso me comentó mi padre. A continuación dijo con un tono de admiración: Solo acudía al bar las noches de los sábados. Creo que vive solo. Siempre lleva consigo libros. No uno, sino varios. Más de una vez se olvidaba alguno de ellos y volvía el lunes a recogerlo. Sonrió para quitarle importancia a ese hecho. Me enseñó sus enormes dientes, algo amarillentos y protegidos por la barba del día sin afeitar. Es bastante despistado. Añadió. Cuando venía algunos lunes y entraba en el bar,  con ese traje tan bien cortado, los zapatos brillantes y el bigote blanco, parecía un ministro. Pedía educadamente su libro  y se marchaba.  Recuerdo que el día que entró en el local la primera vez, ya de noche, se pasó  un buen rato en la barra canturreando cancioncillas para sí mismo. Debió de tomarse seis o siete copas largas. Le pregunté porque lo hacía. No es que molestase a nadie, ya que cantaba en un tono muy discreto. Me contestó que emulaba a una mujer. Levantó un poco la cabeza y mirándome a los ojos me dijo: La mujer más hermosa que usted pueda imaginarse. ¿Qué le parece?. ¡Es un tío simpático!.
Al escuchar esto, pensé en lo tolerante que era Julián y en esa costumbre que parecía tener de  justificar siempre a todo el mundo, hiciese lo que hiciese. Con la cantidad de borrachos que acudían a ese bar, nunca le había escuchado a él una palabra más alta que otra y menos aún había pretendido echar a nadie de allí. Soportaba estoicamente cualquier acontecimiento por muy desagradable que fuese, con tal de mantener las cosas en paz. La información que me había dado cada vez se aproximaba más a la que yo tenía.
- Ya. Dije. ¿Cómo se llama?. Insistí.
- No lo sé en realidad. Nunca se lo he preguntado. Julián lo miro de reojo, con disimulo, mientras limpiaba con un trapo la mesa contigua. Se acercó de nuevo a mí, se agachó y murmuró echándome un aliento con olor a pescado frito:
- Una vez habló por el móvil y me pareció entender que su nombre es Godot o algo parecido. Al escuchar ese nombre di un ligero salto en el asiento y mi corazón empezó a latir con mayor rapidez. ¡Godot!. Dije para mis adentros.
- ¿No es un nombre algo raro?. Dijo de nuevo Julián. Puede ser que se refiriese a otra persona. Dudó. Por la conversación que pude escuchar aquel día, deduje que ese podía ser su nombre, ya le digo, Godot. Aunque no lo parezca es un tipo muy agradable. Muchas veces, cuando venía habitualmente, era el primer cliente cuando abría el bar. Me saludaba y se colocaba en el mismo sitio. Le servía lo de siempre, orujo seco y mientras colocaba las cosas me contaba historias muy divertidas. Julián chasqueo con la lengua, hizo una pausa y añadió: Luego…perdía la noción del tiempo y se emborrachaba. Giró la cabeza para echarle una mirada furtiva y se agachó de nuevo a mi lado: – Es muy inteligente ¿Sabe?. Quizá por eso sea tan infeliz. Por cierto, me acaba de pedir un orujo seco. Veo que mantiene la costumbre. Un día desapareció y no le volví a ver hasta hoy. Cuando ha entrado de nuevo por la puerta me he alegrado  volver a verle.
- ¡Godot!. Volví a repetir. Ese nombre era el que me habían dicho. ¡¿Como podía estar ocurriendo esto?!. Ese era el hombre que buscaba. Tenía un nombre extraño; precisamente por eso, la coincidencia tenía mayor valor, más significado. ¡Entonces, era cierto!. Mi decisión de acudir a Madrid pareció una locura, todos me lo dijeron. No me atreví a informarles sobre mis verdaderos motivos. Si lo hubiese hecho habrían pensado que estaba más loco aún. ¡El destino empezaba a cumplirse!.
Durante varios sábados, cuando yo llegaba al bar él ya estaba allí. Al parecer había retomado la costumbre. Mi escusa era jugar la partida, pero permanecía expectante y observaba cada detalle de su comportamiento. Siempre hacía lo mismo. Seguía solo. No hablaba con nadie, salvo con Julián  en alguna ocasión. Permanecía aparentemente indiferente y cuando lo creía oportuno, realizaba la misma operación de despedida. Poco a poco empecé a valorar la oportunidad de comunicarme con él. Al verle por primera vez tuve  temor, esa timidez que te aconseja ser prudente. Un día, ese miedo extraño desapareció bruscamente. Sabía que debía esperar, eso me habían dicho, llegaría el momento oportuno de hacerlo, cuando recibiese  la señal. Algo concreto, pero desconocido aún, me lo indicaría. Me limitaba a mirarle con disimulo y no cruzaba ninguna palabra con él, sin embargo me encontraba tan pendiente de lo que hacía que en ocasiones mis compañeros de mesa me decían con despecho: -¡Estás en las nubes!. Yo sonreía y no le daba importancia alguna. Él, siempre a la misma hora, tomaba la decisión de marchar. Yo observaba el movimiento de sus dedos al ponerse el abrigo, los gestos y esa despedida ritual y firme que repetía cada sábado antes de tomar la puerta de la calle para salir del local. La forma de gesticular, su discreción y la mesura en cualquier cosa que hacía; lejos de resultarme indiferente, me llamaba mucho la atención. Me atraía hipnóticamente.
Los días de la semana, hasta que llegaba de nuevo el sábado,  eran una eternidad. Contaba las horas y tenía que hacer frecuentemente esfuerzos por concentrarme en el trabajo, no  puedo definir la angustia que me embargaba. Ante cualquier oportunidad buscaba en internet, en la hemeroteca del periódico, en los registros….Por las noches tenía sueños extraños y me despertaba sudoroso, nervioso, sin recordar lo que me acababa de pasar. Sin embargo sabía que todo aquello me pasaba por él. Por haberle encontrado. Deseaba que el lunes, el martes y el resto de los días de la semana pasarán y cuando llegaba el viernes, estaba exultante, deseoso de acudir a  –Casa Julián- para volver a verle.

Uno de esos sábados no apareció y la angustia me embargó  profundamente.  Cuando entré en el bar no estaba y su ausencia me sorprendió. Al poco tiempo la sorpresa se transformó en preocupación y cuando me quise dar cuenta, estaba muy inquieto; entonces pensé: ¡Que absurdo!. ¡Es muy probable que no sea él!. Sin embargo coincidían demasiadas cosas, eran muchas las coincidencias. Pero…, por otra parte, si en realidad lo era, podía haberme reconocido. Todo el mundo decía que yo me parecía muchísimo a mi padre y era verdad.  ¿Por qué no se había dirigido a mí?, ¡Me lo habría dicho…!. No pude seguir jugando al mus  aquel día y me mantuve allí sentado. Dije a mis compañeros que no me apetecía continuar sin dar una razón concreta y estuve dando vueltas y vueltas a su ausencia mientras permanecía meditabundo  junto a la mesa, mi comportamiento fue bastante estúpido.

Después de un tiempo pregunté a Julián si sabía algo de él y me contestó que aquel sábado había acudido al local a primera hora de la mañana, se había tomado un café y le había anunciado que se marchaba del barrio. Había vendido, más bien malvendido, según él, su casa de la calle Serrano.
-         Vivía en una buena casa. Dijo Julián. Grande, aunque vieja. Hizo una mueca comprensiva al hacer esa afirmación. Ese hombre había vivido allí desde hacía tiempo y llevaba años queriendo desprenderse de ella.  Eso le había dicho. Confirmó Julián como si dictara una sentencia.
-         ¿No le dijo nada más?. Pregunté.
-         Me sorprendió que me comentase eso. Respondió.
-         ¿Porqué?.
-         ¡Yo en realidad no le conozco!. ¡Solo viene al bar de vez en cuando, nada más!. Los sábados, vamos. Añadió mientras hacía una mueca de disgusto. Hizo una pausa e insistió: La primera vez que hablé con él fue hace…., meditó antes de continuar,… un año, más o menos. Yo he vivido siempre aquí. Debería haberle conocido mucho más y desde hace mucho más tiempo. Aquí, en el barrio, nos conocemos casi todos. Hizo otra pausa y añadió: Haber sabido más de él. ¡Aquí conozco a todo el mundo!. ¡Siempre presumo de ello!. No he sabido que era un viejo vecino del barrio hasta que se despidió. Hablaba conmigo, si, hablaba, pero siempre pensé que el bar le cogía de paso, luego me habló de su casa y todo eso. Así es la vida. Al hacer esa afirmación Julián sonrió sarcástico; ese hecho parecía molestarle. Carraspeó dos veces, sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó profusamente la nariz. Nuevamente tomó la palabra y me contó el contenido de la última conversación que mantuvieron:

-         Ése hombre me dijo que su casa era demasiado grande para él. Eso dijo. Repitió. Julián hizo de nuevo otra pausa, levantó las cejas ante mí inclinándose un poco hacia atrás, se estiró y colocó sus manos sobre el delantal para añadir a continuación: Opinaba que un cambio no le vendría mal. Cuando dijo eso me miró con algo de tristeza y me comentó: Ahora ya vivo solo y mis necesidades son pocas. Solo necesito espacio para la cama, los libros y poco más. En otros tiempos no tuve ni eso. Julián sonrió otra vez para expresar su comprensión por aquellas palabras. Como la explicación resultaba algo larga, cogió una silla y tomó asiento  a mi lado y tras carraspear de nuevo continuó con sigilo mientras bajaba el tono de voz:

-         Su despedida fue extraña.

-         ¿Extraña?. ¿Qué quiere decir?. Pregunté.

-         ¿Sabe usted que esta semana se ha producido un incendio en la siguiente manzana?.

-         No, no tenía idea.

-         Pues sí. Precisamente en una finca cuyas casas son muy grandes. El edificio no se puede ver desde aquí porque está justo detrás de la fachada de enfrente. Usted no se ha enterado porque esto ha sucedido durante la semana y solo viene aquí el sábado. Julián volvió a carraspear. ¿No le parece una coincidencia?. Miró hacía el techo y movió la cabeza. Menudo jaleo que formó. Vinieron los bomberos, la policía, incluso algunas ambulancias. Hubo algunos heridos. Los vecinos eran en su mayoría viejos y salieron mal parados. Yo conozco a casi todos y aún siguen en el hospital. No se saben las causas del incendio y ha habido muchas especulaciones.

-         Vaya sorpresa. Dije de un modo algo estúpido. Julián volvió a mirarme. En ésta ocasión con algo de indiferencia y decidió continuar su relato:

-         Godot me hizo un comentario que no tenía sentido. Además, no sé porque mi lo hizo a mí precisamente. No entendí lo que quería decir. Julián se quedó en silencio.

-         ¿Qué le dijo?. Volví a preguntar con curiosidad. Antes de contestar  miró hacia ambos lados, como si comprobase que nadie nos podía escuchar y me explicó:

-         Cuando hablé con él no pude evitar  el afirmar: Es una pena que se marche de éste barrio. Es tranquilo y no se vive mal. Ante mis palabras me contestó de un modo seco, como si le hubiese incomodado:

-         Las cosas no son lo que parecen. Tengo que marcharme.

-         Pero…¿Por qué se marcha?. Insistí.
-         Tengo que hacerlo. Ya no estoy seguro aquí. Contestó.
-         ¿Seguro?. Dije perplejo.
-         Si, necesito marcharme. No tengo otra opción.
-         No le entiendo.
-         Hay poco que entender y si se lo explicase pensaría que estoy loco.
-        
-        
-         Entonces…¿No le veré más por aquí?. Volví a preguntarle. Él dudó antes de responderme y cambiando repentinamente su tono de voz, me dijo sonriendo:
-         ¡Si hombre!. ¡Estaré cerca!. Me traslado a la calle Mayor, pero no se lo diga a cualquiera, prefiero seguir mi vida discreta. Ya sé que puedo confiar en usted y además, pasaré por aquí para hacerle alguna visita. Siempre que las circunstancias me lo permitan, claro. Julián se quedó en silencio unos segundos, me miró a los ojos algo ofuscado y me dijo: ¡Me estaba tomando el pelo!. ¿Qué le parece?. Además, no volverá por aquí, seguro. ¡Como si eso fuera cierto!. ¡Un cliente menos!. ¡Qué le vamos a hacer!. ¿Qué habrá hecho?. Cuando se huye hay algo que ocultar ¿No le parece?.  Así concluyó la despedida. Confirmó Julián mientras se levantaba enfurruñado. Caminó hasta la barra. Se enfrascó en  la colocación de unos vasos olvidándose de mí mientras decía para sí mismo: Confiar en mí, confiar en mí. Será necio el tío. Qué cosas pasan…

No llegué a entender muy bien las razones por las que a Julián le había desagradado tanto la despedida de Godot. El siniestro al que me había hecho mención, de algún modo, ratificaba el consejo de prudencia que me había dado mi padre. En todo caso, Julián me había proporcionado una información importante: A parecer su nuevo domicilio se encontraba en la calle Mayor y estaba huyendo de algo o de alguien.
Cuando me marché del bar aquella noche me encontraba inquieto y con una sensación extraña.  Por mi cabeza pasaba una y otra vez la imagen de aquel hombre de complexión delgada huyendo entre las llamas. Tendría unos setenta años de edad aunque caminaba muy estirado y con pasos firmes. Sus manos eran grandes y fuertes y desde el primer día que le vi me fije en sus ojos, de un color negro muy vivo, lo que le daba un aspecto algo siniestro, si cabe, al contrastar con las canas de su pelo, ya algo escaso. Su descripción física coincidía. Mi padre, con la discreción que le caracterizaba, me la repitió en varias ocasiones.
Julián también me había dicho que –ahora ya vivía solo-. Le pregunté si sabía la dirección exacta, la buscó en un bolsillo, saco un papel arrugado donde la había anotado y me la proporcionó. Cuando mantuvieron aquella conversación y antes de marchar, Godot le había ofrecido  su nueva casa, como una muestra más de sus buenas maneras, comportamiento sorprendente si la causa de su marcha, tal y como había dicho, era ocultarse de algún modo.   Julián añadió:
-         Me pidió que le despidiera de usted.
-         ¿De mí?. Contesté.
-         Sí, me preguntó sus datos. ¿Qué le parece?. Solo supe decirle que sabía su nombre, nada más. Tantos años detrás de esta barra y solo sé el nombre de la gente. Si me preguntan por su apellido no sé qué contestar. ¿Porqué serán las cosas así?. Arrugó la frente y se quedó mirando el suelo cabizbajo.
-         ¿No le dijo nada más?.
-         Nada más, solo preguntó sus datos, ya le digo. ¡Joder!, y no supe decirle nada más que su nombre. Repitió y movió la cabeza de lado a lado, sin dejar de observar el suelo. Era evidente que Godot había producido en Julián un efecto particular.
-        
-        
 ¿Porqué se había interesado por mí?. Me pregunté. Por una parte ese hecho me satisfizo, por otra, me preocupó. ¡Se fijó en mí!. Entonces, ¿Por qué no había dado el primer paso para provocar una conversación conmigo?. Era tan temeroso como me habían dicho. Un hombre con tanto valor y al mismo tiempo, tan temeroso. ¿Será que los años cambian a las personas?. ¿Tanto podía haber cambiado?. Yo no sabía qué hacer. Era evidente que él deseaba que  supiera a donde se había ido. Decidí acercarme a la calle Mayor a la primera oportunidad que tuviera con la intención de localizarle. Debía  encontrar alguna excusa para poder tener  contacto con él.

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