7.2.2015.
COMENTARIO.-
Un día
nublado.-
Los días en los que la nubes hacen
grises todos los espacios, en los que el invierno se asienta entre los rincones
y sobrevuela los espacios abiertos, son propicios para acomodarse en un sillón,
junto a una buena ventana y meditar sobre la presencia de los sentimientos en
lo más profundo de la inmaterialidad de la existencia.
Creo que fue Nietzsche quien dijo algo así como que el ser humano es el más salvaje de los animales; por eso, un día
nublado y frío, contemplado desde la templanza protegida de una habitación
caliente, en un sillón y junto a una buena ventana, parece que nos humaniza de
otro modo, ya que el ser humano también, es el único animal capaz de ser
consciente de su propia integridad moral, ética y sensitiva y ese hecho, quizá sea el que proporciona verdadero
sentido a su propia existencia.
El mundo inmaterial es el que nos
permite vivir. Más bien sobrevivir ante las agresiones de cada día, las cuales
no siempre provienen de otros, sino de nosotros mismos. Nuestros peores
enemigos sin duda. Sí, me refiero al mundo inmaterial. Respecto a las
incertidumbres materiales, hemos aprendido y aprendemos, a través del tiempo, a
protegernos de uno u otro modo. No ocurre otro tanto con respecto a las
incertidumbres inmateriales, las cuales nos provocan terribles sufrimientos y
nos atacan con frecuencia en un laberinto de caminos, sin que sepamos bien que
ruta tomar, por lo que nos equivocamos una y otra vez, sin alcanzar la salida
con facilidad. Unas veces lo conseguimos, otras, muchas de ellas, no es así.
Somos seres imperfectos, los más
imperfectos en los que se pueda pensar, del mismo modo, también somos los más
perfectos que han llegado a existir, por eso somos capaces de pensar en ello y
de descubrirlo; otros seres del mundo material son incapaces y si nos referimos
al mundo inmaterial, la imaginación nos permite alcanzar logros impresionantes
o provocar desastres horribles, pero todos ellos se desvanecen como la niebla
de un día como hoy, sin dejar rastro para pasar a formar parte de relatos de
ficción que nunca han ocurrido, ni llegarán a ocurrir.
Es cierto, un día nublado es más
propicio para meditar. ¿Alguna vez nos preguntamos sobre el significado y la
magnificencia que tiene el hecho, tan solo, de ser capaces de contarlo, de
explicarlo como lo hago yo ahora mismo?.
Dejamos pasar el tiempo a
velocidades indescriptibles, en apariencia. Aunque en ocasiones ese tiempo
parezca pasar con lentitud, sabemos que no es así, que el tiempo siempre pasa a
la misma velocidad, la indescriptible.
Podrán hacerse muchas fórmulas
matemáticas sobre el paso del tiempo, identificarse y medirse, pero ese
discurrir, ese pasar, sin embargo no es descriptible, el ser humano lo percibe
de un modo sufriente, a veces, indiferente, otras veces y muy consciente otras
veces más. El tiempo pasa sin dejar tras de sí una estela, se limita a pasar.
Aunque sepamos que es una medida humana no palpable, que no se puede tocar,
inmaterial e inventada, lo sentimos, sabemos que existe por el hecho de
sentirlo pasar.
Además, el tiempo es algo
incontrolable, tan real que nos hace crecer desde la infancia, madurar,
envejecer y luego, de un modo siempre inesperado, (que estupidez), nos envuelve
en algo desconocido que nos arranca de este mundo que nunca, nunca jamás fue
nuestro, ya que nada, absolutamente nada de él, lo es.
Cuando una persona conocida o
querida ha sido arrancada de este mundo por el transcurso del tiempo u otro
motivo, siempre me pregunto sobre su trascendencia, sobre lo que ha quedado de
ella entre nosotros, ya que los genios y los poderosos suelen ser los que se
recuerdan con algún tipo de impronta. La gente corriente, la mayoría, ¿Qué
podemos dejar?. ¿Nuestra existencia se ha limitado a transferir genes y energía
para que la especie humana se mantenga sobre este planeta?, ¿Existimos la
mayoría solo para eso?. Al meditar sobre
ello se hacen más comprensibles las religiones y creencias, ya que son ellas
las que pretenden dar a esa existencia efímera, siempre, una trascendencia que
en nuestro mundo no existe en general
o que no parece existir.
Por el contrario, las cosas no son
como parecen. He dicho que la trascendencia no
existe en general, más bien que eso es lo que creemos, lo que pensamos en
el día a día e incluso, cuando nuestra vida ya ha avanzado y nos encontramos,
en virtud del tiempo, en un estado de desarrollo más elevado y la experiencia
de haber vivido nos ha enseñado muchas de esas cosas, seguimos incrédulos y
convencidos de nuestra intrascendencia. Intentamos rememorar los hechos
vividos, analizamos los éxitos y los fracasos y comprobamos o creemos comprobar
que no hemos trascendido en casi nada.
Creo que lo habitual es que nos
equivoquemos. Lo que calificamos como éxito o como
fracaso, suele calificarse erróneamente. Nuestra cultura del bien y del mal, de
lo bueno y de lo malo, de lo deseable y de lo indeseable, esta tan influenciada
por la religión, la economía y la sociedad, que son pocas las
valoraciones auténticas.
Cada vez estoy más convencido de
la gran importancia del conocimiento y de la razón, pero aún más, con mucha
diferencia, considero que la importancia del sentimiento, del amor, es en verdad lo que nos hace transcendentes.
Debo señalar que el sentimiento,
el amor, parten de fundamentos morales y éticos o se entremezclan con los mismos
de tal manera, que muchas veces todos ellos son difíciles de distinguir.
En realidad, durante nuestra
existencia conocemos personas amorosas, éticas, cuya moralidad ha conducido sus
vidas hasta extremos de sacrificio para muchos incomprensibles y en el caso de
serlo, en todo caso inalcanzables para la mayoría. No se trata de que la
persona amorosa, ética o moral, se mantenga de un modo permanente en un estado
de ensimismamiento y de dedicación por los demás que su vida sea el reflejo del
sentido trágico de la vida. No se trata tampoco de que estas personas sean tan
místicas como Santa Teresa o San Juan de
la Cruz. No, no se trata de eso.
En distintos momentos, en esos en
los que la decisión o la opción es lo relevante, las personas amorosas, éticas,
deciden y optan, tan solo utilizando el sentido común, en unos casos o
utilizando el sentimiento íntimo, en otros. Quien haya convivido con una
persona amorosa, ética, sabrá de lo que hablo.
En estos días tan complejos,
sujetos al cambio permanente, inestables, inmorales en muchos aspectos, en los
que la competitividad y la apariencia son como una ventolera que nos impulsa y
arrastra a la primera oportunidad, el amor y la ética, adquieren un especial
valor y las personas amorosas y éticas son trascendentes, muy
trascendentes. Quizá, lo que nos hace falta para comprenderlo es solo parar
unos instantes y meditar sobre ello.
No estoy diciendo que la sociedad
actual sea Gomorra, ni mucho menos.
Solo digo que el valor del amor y de la ética, son valores que deben
protegerse, no son valores viejos y trasnochados, son valores en los cuales,
muy posiblemente, se encuentre gran parte de la orientación que necesitamos
para salir del laberinto en el que muchas veces nos encontramos.
El mundo de hoy no es solo el que
pisamos nosotros, será el de las generaciones futuras, como les ocurrió a
nuestros padres y como les ocurrirá a nuestros hijos y nietos.
La trascendencia que comento la
tienen precisamente todas las personas queridas con las que hemos convivido y
convivimos. Ellas son trascendentes y nos hacen serlo a los demás.
Cuando ahora recuerdo las palabras
de mi abuelo, de mis padres, de mis tíos o de amigos hoy ya perdidos, esas
palabras son en gran medida las que construyen las mías, al igual que ocurrirá
en el futuro con las generaciones que nos siguen.
Es cierto, un día nublado como el
de hoy, que ya ha apagado sus luces a través de la ventana, ha sido adecuado
para meditar sobre todo esto. Miro la oscuridad de la noche pero estoy tranquilo,
porque sé que en unas horas, el tiempo habrá pasado y volverá a ser de día y quizá,
en vez de amanecer con un cielo gris y nublado, la luz lo ilumine todo de nuevo
y me sentiré poderoso y seguro ante la trascendencia de vivir un tiempo diferente,
el cual abrazaré amorosamente. Si no es así, no dependerá de mi voluntad, solo de
la finitud de mi tiempo, pero éstas palabras, en alguna medida, construirán las
de otras personas que, en apariencia, serán tan intrascendentes como yo.
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