LE MONT-BLANC
(Dedicado
a mi amigo Garfun)
ESTE RELATO DESCRIPTIVO Y LA PROSA POÉTICA, LOS ESCRIBÍ HACE AÑOS. UNA HERMOSA REMEMORACIÓN. UNA AVENTURA VIVIDA Y COMPARTIDA. CUANTO TIEMPO HA PASADO Y LO RECUERDO COMO SI ESTUVIESE OCURRIENDO AHORA MISMO.
Aquella montaña tenía algo diferente.
Su conformación, sus acantilados, sus cumbres, se elevaban perdiéndose en un
cielo sin nubes y limpio, haciendo intuir su cumbre entre los últimos rincones
del horizonte que se elevaba ante nosotros. La observábamos desde el punto al
que habíamos llegado, después de una ascensión larga, en la que las grietas del
glaciar nos habían hecho realizar saltos y escaladas entre aristas inestables,
escuchando el sonido del agua bajo nuestros pies.
Estábamos
ya a 4000 metros de altitud y empezaba a amanecer. Se producía un contraste
entre la salida del sol por una vertiente y la presencia de la luna por la
otra. El color violeta del cielo impregnaba el hielo de tonos anaranjados y cada
cierto tiempo se oían crujidos a nuestro alrededor.
Nuestros
pasos ya eran lentos, teníamos que interrumpir la ascensión de vez en cuando
para retomar nuevas fuerzas. Sentíamos que nuestro cuerpo era una maquinaria
casi perfecta, que elevaba y reducía su temperatura, proporcionándonos una
energía especial. Nos sentíamos muy lejos de todo y una ilusión tensa nos
abrazaba y recorría.
Cuando
alcanzamos el último tramo de la subida, el recorrido ascendía por otra arista
muy elevada, en cuyos márgenes podíamos ver una caída en cada margen de más de
1000 metros, pero se encontraba marcada por la pisada de otros escaladores y
esto nos dio algo de seguridad. Hacía un viento racheado y constante que podía
arrancarnos del suelo y llevarnos al abismo. Por eso, fuimos algo más lentos y
seguros, pendientes el uno del otro.
Paso
a paso avanzamos encordados y cuando nos separaban unos pocos metros para
llegar finalmente a la cumbre, paramos para alcanzarla juntos. El viento era
insistente y fuerte, pero en ese momento casi nos olvidamos de él. Ante
nosotros, se encontraba un paisaje difícil de describir. Era inmenso e
infinito.
El
día nos había regalado un ambiente luminoso y limpio. Desde aquella cumbre
podíamos identificar cientos de picos y valles y todo tenía una tonalidad
azulada, en contraste con los grises y verdes intensos de las zonas medias y
bajas. Estábamos en el Mont-Blanc.
Nos
abrazamos. ¡Que momento¡.
Garfun, buen amigo, que momentos compartidos.
Cuanto tiempo de encuentros en mil montañas nuestras,
conseguidas.
Hemos ascendido, juntos, cientos de cumbres,
caminado por valles, realizado esfuerzos, alejados de tiempos de ciudades,
disfrutado los placeres de visiones irrepetibles, indefinibles, que forman
parte de nosotros, de nuestra historia, de nuestra memoria.
Aventuras abiertas y comprensivas, nos debemos
nuestras propias vidas, el uno la del otro, en ese juego inestable de
naturalezas inquietas y movidas.
Garfun, buen amigo, conversaciones de refugio en
rincones perdidos, hemos tenido en nuestros oídos, conociendo personajes,
utilizando todos los sentidos.
Esas noches de viento y lluvia, esos días blancos
que nos han hecho vibrar en el juego de tantos descubrimientos, nos han
enseñado a aprender a ver, a mirar y retener todos los paisajes, a realizar los
encajes de nuestros propios sentidos, invadidos de emociones en nuestros
recorridos.
Juntos hemos sabido vivir, compartir los cielos
azules, descubrir los vientos en las nubes y desde tantas cumbres, nos hemos
dado abrazos, sintiendo satisfacciones, emociones irrepetibles.
Garfun, buen amigo, hemos reído y llorado juntos y
eso nunca lo olvido.
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